La obesidad es una de las enfermedades que más años lleva «pegada» al ser humano. Todos sabemos que en las últimas décadas el número de personas obesas ha ascendido notablemente, hasta el punto de que ha llegado a ser considerada la epidemia de los siglos XX y XXI. Nuestros hábitos de vida, y, sobre todo, el ponernos finos a bollycaos y pisar menos un gimnasio que la niña de El Exorcista una iglesia ha convertido a la obesidad no solo en un problema individual sino en una preocupación a nivel gubernamental en los países más desarrollados.

Sin embargo, la obesidad aparece (o, al menos, se documenta) ya en la prehistoria. Seguro que todos podemos traer a nuestra mente la imagen de la Venus de Willendorf, una diosa de la fertilidad representada como una mujer obesa, con grandes pechos, abultado abdomen y enormes caderas. Por extraño que nos pueda parecer ahora, en un momento histórico en el que la comida escaseaba y el ser propenso al almacenamiento de grasas era considerado todo un privilegio, las mujeres obesas eran símbolo de vida, salud y prosperidad, y eran la mejor elección a la hora de procrear.

Muchos años después, Hipócrates, el más famoso médico de la Grecia clásica, ya advirtió que había personas que tenían más facilidad para ganar peso que otras, y también se dio cuenta de que las personas más gordas solían morir antes que las delgadas, catalogando por primera vez en la Historia lo que se conoce como muerte súbita. Por cierto, Hipócrates recomendaba como tratamiento de la obesidad hacer ejercicio antes de las comidas y dar paseos desnudo tanto tiempo como fuera posible.

Más adelante, en la Edad Media, la obesidad fue considerada como un rasgo de nobleza. Evidentemente, solo los ricos podían permitirse grandes banquetes, por lo que la obesidad estaba bien vista. No obstante, la Iglesia Católica se declaró en este período contraria a que, mientras muchas personas no tenían nada que comer, otras comieran hasta caer enfermos, y fue entonces cuando se estableció la gula como uno de los pecados capitales.

Durante el período que conocemos como el Renacimiento, una época de esplendor cultural en Europa que favoreció el desarrollo de muchas áreas de estudio, entre ellas la medicina, la obesidad se convirtió en una enfermedad de sobra conocida. A las personas gordas se las seguía considerando saludables e incluso sexualmente atractivas, pero la obesidad mórbida comenzó a considerarse una enfermedad peligrosa e incluso una desgracia caída del cielo: es decir, la gordura era agradable, pero el estar como tres Faletes se convirtió en algo denostado socialmente.

En España, en pleno Museo del Prado, podemos aún contemplar el ejemplo de lo que fue, durante muchos años, un espectáculo enfermizo que ha perdurado como costumbre hasta hace apenas un siglo en nuestro país: la exhibición de fenómenos de la naturaleza, entendiendo «fenómeno» como algo monstruoso. Dos retratos de Eugenia Martínez Vallejo, apodada «la monstrua», se exponen públicamente en la actualidad en uno de los museos de pintura más importantes del país. A los ojos del espectador del siglo XXI puede que no sean más que el retrato de una niña realmente gorda, pero tenemos que pensar en cómo se miraban esos cuadros en el tiempo en que fueron pintados.

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Eugenia Martínez Vallejo fue una niña «gigante». Al cumplir un año de edad ya pesaba 25 kilos y cuando cumplió los seis ya rondaba los 70. A esa edad fue llevada por sus padres a visitar al rey Carlos II, quién tenía un especial interés en conocer a esa niña monstruosa de la que había oído hablar. Tanto disfrutó viéndola que decidió instalarla en su palacio para que formase parte de sus sabandijas palaciegas, un conjunto de personas con distintas malformaciones que le gustaba exhibir ante sus más selectos invitados.

La impresión que causaba a todo el que la veía era tal que pronto se extendió su fama por todo el reino, razón por la cual Carlos II decidió encargar una primera pintura de su monstruo favorito. El rey encargó a su pintor de cámara un primer retrato de la niña, que se realizó siguiendo la moda de la época, con la niña vestida de cortesana, con un bonito vestido, aunque la intención del pintor fue, por supuesto, realzar su enormidad, haciendo que el cuerpo de la niña ocupase todo el espacio del cuadro, y, lo que es más sorprendente: se la representó con manzanas en la mano, que simbolizaban la glotonería de esta niña. En aquel momento histórico la moda dictaba que todos los niños debían ser pintados con algún animal pequeño en el regazo, como símbolo de pureza y ternura. Generalmente se representaba a los niños con un pajarito entre las manos, pero a Eugenia, considerada un monstruo, se la inmortalizó con sus manos llenas de comida. A ojos del pueblo, aquel era solo el retrato de una niña increíble, que era visto con verdadera admiración. Pero la mirada del hombre culto sabía leer la mofa que se escondía tras esas manzanas que agarraba en sus manos.

La fama de esta niña siguió creciendo, y había tanta curiosidad por ver su deforme cuerpo que Carlos II encargó un segundo retrato, esta vez uno tan espeluznante que nunca pudo ser expuesto, puesto que la moralidad de la época (abanderada por la Inquisición) le hubiera incriminado. Carlos II conservó este segundo retrato en sus galerías secretas, para deleite personal. Dicho retrato era una pintura de la niña completamente desnuda. De nuevo se la vuelve a representar con frutos en su mano, que volvían a simbolizar su ansia por la comida, pero esta vez la burla va más allá, al caracterizar a la niña con los símbolos que solían atribuírsele a Baco, el dios que representaba los excesos del placer.

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En ambos cuadros se puede percibir la mirada triste de la niña, que, sin duda, no debió de tener una vida muy feliz, aunque tuviera el privilegio de vivir en la corte. Y lo peor de esta anécdota histórica no es que la pobre Eugenia hubiera tenido que soportar una situación tan patética. Lo peor es que el interés por la obesidad en la infancia sigue siendo una noticia de carácter sensacionalista, y aún podemos encontrar en diversos medios noticias, acompañadas de fotografías, por supuesto, sobre los niños más gordos del mundo.