Deja salir antes de entrar. Di «por favor» cada vez que pidas algo. Di «gracias» cada vez que te lo den. Cede tu asiento a los ancianos y a las embarazadas. No te rías de los defectos de los demás. Limpia lo que ensucies.

¿Cuántas veces nos habrán dicho eso nuestros padres de pequeños? Cientos. Miles. Y nosotros les mirábamos, asentíamos con la cabeza y decíamos que sí, e intentábamos memorizarlo y predicar con el ejemplo, aunque a veces tenían que repetírnoslo porque se nos olvidaba. Se nos olvidaba puede que porque no terminábamos de entender por qué había que hacerlo. Nunca nos lo explicaban. Había que hacerlo porque ellos lo decían. Y punto.

Van pasando los años, vamos creciendo, y los que fuimos buenos terminamos por asimilar esas conductas. Y de tanto repetirlas, y de tanto hacerlas, acabamos entendiendo que esas cosas no se hacen porque sí, se hacen por educación, por civismo, por cortesía, por humanidad. Pero al fin y al cabo se hacen porque nos han enseñado a hacerlas.

Hace unos días volvía a casa del trabajo sentado en el metro. Tengo un buen peregrinaje desde mi casa hasta el trabajo, y desde el trabajo hasta mi casa otra vez. Pillar asiento en el metro de Madrid en hora punta es poco más o menos como las 12 pruebas de Astérix: una odisea. Pero ese día yo iba sentado. Con mi música, con mi libro, cansado después de un día de trabajo, deseando llegar a casa. De tanto en cuando levanto la vista del libro, me gusta observar a la gente en el metro. Ves caras conocidas de tanto compartir vagón día tras día, caras nuevas a las que te gustaría conocer, gente interesante, gente rara.

En una de las paradas cuando las puertas se cerraron de nuevo y el vagón se puso en marcha otra vez, levanté la vista del libro para ver quién se había unido al viaje. Un vistazo rápido bastó para fijarme en una chica joven, rondaba los treinta, 1’65 de estatura, de pelo moreno y largo, con expresión algo infantil y una medio sonrisa en la cara. Era guapa, de tez morena. Iba sin maquillar. Estaba de pie agarrada a la barra central que atraviesa el vagón desde el techo hasta el suelo, con la mirada un poco perdida, mirando pero sin mirar, pensando en algo que seguramente le hacía feliz, deduje por la expresión de su rostro. Vestía una falda oscura larga y holgada con detalles en verde y violeta, y una camiseta blanca ajustada que realzaba su piel morena, y su tripita abultada. Estaba embarazada.

Y entonces ocurrió algo: imaginé que esa chica estaría cansada, que por la hora que era seguramente estaba volviendo de trabajar igual que yo, habría madrugado y posiblemente no habría dormido muy bien debido al embarazo; supuse que tendría los pies hinchados, y que la espalda le debería de molestar por el peso, que estaría deseando llegar a casa para quitarse los zapatos y sentarse en su sofá a descansar, tiene que ser agotador llevar a otra persona dentro de ti todo el día. Casi pude sentir su cansancio, que debía de ser mucho mayor que el mío. Así que con una sonrisa en la cara me levanté de mi sitio, estiré mi brazo y agarré suavemente el suyo con mi mano para que reparara en mí, la miré a la cara sin dejar de sonreír y le dije: «Siéntate, si quieres». Ella me devolvió la sonrisa, una sonrisa limpia y agradecida, agarró mi brazo con su otra mano igual que yo había hecho con el suyo, devolviéndome el gesto, y me dijo: «Muchas gracias, de verdad». Y se sentó. Y una vez sentada volvió a mirarme, y volvió a sonreír.

Y fue en ese momento cuando me di cuenta de que le había cedido mi sitio a esa chica no porque mis padres me educaran a hacerlo, ni por cortesía, ni por civismo, ni por costumbre. Lo hice porque sentí que si yo fuera esa chica me encantaría que alguien me cediera su sitio para poder descansar un poco de camino a casa. Ese día sentí de verdad lo que es cederle tu sitio a una persona que lo necesita más que tú. Lo hice por empatía.

La empatía es esa gran cualidad que te hace ponerte en la piel de los demás. Empatízate, porque tú también eres parte de esos «demás».

 

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