1 – La hora a la que me voy a la cama

Lejos queda aquella época en la que cada noche regateaba con mi madre por retrasar la hora de irme a dormir, cuando cada cinco minutos era un una victoria y cruzar la barrera de las doce de la noche viendo mi serie favorita en la TV entre semana, un triunfo similar a ganar la Champions League. Por aquel entonces, fantaseaba con mi futura vida de veinteañera, en la que irme a dormir de madrugada a diario por estar teniendo un tórrido romance con el mando a distancia cada noche. La realidad, sin embargo, ha resultado algo diferente, y hace tiempo que he establecido  las 11 de la noche como toque de queda. Si son las 10, mejor. Si he hecho algo que me cansase durante el día, las ocho de la tarde se convierten en una hora perfectamente aceptable para dormir hasta el día siguiente.

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2 – ¿Salir todos los sábados? ¡Pero qué me estás contando!

De adolescente, solía imaginar a mi futura yo en una especie de bucle infinito de fiestas y cócteles un fin de semana tras otro, y lo cierto es que mi vida de pseudoadulta  no empezó mal en este sentido: durante mis años en la universidad fui una fiel abonada a salir de fiesta jueves, viernes y sábados, una semana tras otra, haciendo noches en blanco si hacía falta y sobreviviendo a base de cafeína. Hasta que un día, sin querer, lo descubrí: el placer de quedarse en casa los sábados por la noche, en pijama, bajo la mantita, viendo películas románticas. Desde entonces, no ha habido vuelta atrás: salir se convierte en un acto de pereza máxima, por mucho que una vez que consigo atravesar el umbral de la puerta me lo pase bien, y mi mayor dilema de los sábados ha pasado del qué vestido me pongo a la mayor duda existencial de mi vida ahora mismo: ¿qué pido para cenar: pizza, comida china o sushi?

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¿Que salga de la cama? ¿Quién, YO?

3 – He sucumbido: trato de mantener mi casa limpia

Yo, cuando tenía 10 años, cuando mi madre me mandaba ordenar mi cuarto: “Pues de mayor pienso tener una casa súper grande y una habitación enorme en la que amontonar todas mis cosas sin orden ni concierto para no tener que limpiar ni ordenar nunca”.

Yo, 15 años más tarde: vivo en un apartamento de 10m² + altillo en el que me veo obligada a limpiar casi a diario, mantener la ropa a raya y hacer al menos una limpieza general a la semana para seguir cabiendo en mi casa. Es más: necesito un mínimo de orden alrededor para estar a gusto en un espacio.  Adiós a los montones de ropa y cachivaches reinando por todas las esquinas de mi cuarto.

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4 – Voy al supermercado y compro cosas sanas POR VOLUNTAD PROPIA

Ah, aún recuerdo aquellas primeras veces en las que mis padres me dejaban sola en casa, y yo aprovechaba para alimentarme a base de patatas fritas, bollería, gominolas, helado y pizza. Sobra decir que en mis planes de vida futura, mi alimentación sería siempre, siempre así. El problema aquí es que yo sigo queriendo comer mal, pero mi cuerpo se rebela. Por algún motivo que no alcanzo a comprender, siempre que intento sustituir los cereales del desayuno  por golosinas acabo con un dolor de barriga tremendo, y la cosa no mejora cuando trato de sustituir comidas por paquetes de donuts y bolsas de palomitas. Vaya, que me he visto obligada a llevar una dieta mínimamente equilibrada –tampoco mucho, eh, que una tiene principios–  y a veces hasta me encuentro haciendo algo que haría llorar a mi yo de hace 10 años: elegir comprar frutas y verduras en vez de un bote de Nutella sin que nadie me esté amenazando con un arma para ello.

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La idea de mi antigua yo sobre mi alimentación del futuro

5 – Priorizo mi sueño a quedarme chateando hasta las    tantas

Cuántas noches habré pasado escondida bajo el edredón, tratando de que nadie viese la luz del móvil o del portátil, hablando con ese chico. Recuerdo incluso a mis padres apagando el router de casa para que me fuese a dormir de una vez. Lo tenía clarísimo: de mayor me quedaré en el Messenger hasta las tantas ligando. No sé si la culpa la tiene la edad, la desaparición del Messenger y el paso al whatsapp o el chachachá, pero lo cierto es que últimamente la intimidad de las conversaciones nocturnas me atrae mucho menos que antes, y mucho menos si implica renunciar a  mis preciadas ocho horas diarias de sueño. En otras palabras: “si le intereso de verdad, le interesaré a las doce de la noche y a las seis de la tarde”.

(Es posible que cuando un chico me gusta mucho me salte este punto. Pero solo a veces, y sobre todo, solo en fin de semana)