A veces, sin poder remediarlo, te vienen a la mente recuerdos que creías olvidados o directamente situaciones que una vez pasadas nunca vuelves a recordar.  A veces, una buena -o mala- noche no puedes dormir y te da por pensar: entonces las maravillas del cerebro humano salen a la luz te viene a la memoria un recuerdo. En mi caso me cabreó mucho. Perdón: mucho no, muchísimo.

Fue hace varios años. No recuerdo con exactitud, quizá tres o cuatro. Resulta que estaba quedando con un chico, ya varios días, y no pasaba nada.

Nada.

Ni un triste beso.

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Dado mi desconcierto, aproveché una cena para comentárselo a unas amigas. Todas ávidas de deseo de saber más y más detalles, cuanto más morbosos mejor: a más información jugosa se obtenga, más te ponderan. Por eso, su cara de decepción cuando llegué a la parte de que no había pasado nada. Muy decepcionadas conmigo porque no pueden entender cómo se me puede dar tan mal esto de ligar para que un chico no me dé ni un beso en una cita.

Aquí llega el quid de la cuestión, el hueso o la semilla de mi enfado: el momento en el que se empieza a analizar por qué no ha pasado nada. Mientras que las cabezas de la mayoría echaban humo pensando en los motivos, una de ellas lo tenía muy claro y fue la opción más aplaudida y se llevó la unanimidad. “No ha pasado nada porque llevas los labios pintados. A un chico no le gusta dar un beso si tienes los labios pintados”.

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Desde hace muchos años me gusta ir casi siempre con los labios pintados, rojos. Es mi sello de identidad. Me siento a gusto con ello y es algo que me gusta y me hace sentir cómoda. Pero eso a mi “amiga” le daba igual. Esa persona pretendía despojarme de ese sello, de esa parte de mí, porque supuestamente al chico no le gustaba por eso. No porque quizá me viese como amiga, o porque era tímido, o porque directamente no le apetecía: el problema éramos yo y mis labios pintados. O eso pensaron ellas.

Aquí me pregunto varias cosas: ¿Hasta qué punto nuestra generación está marcada por destruirnos mutuamente como mujeres y no aliarnos para evitar ese tipo de comentarios? ¿Por qué fue aplaudida por el resto su sugerencia de que el problema eran mis labios pintados? ¿Por qué yo me quedé callada y no le dije que no pensaba rechazar una parte de mi ser por nadie? ¿De dónde se sacó ella el dato de que a los chicos no le gustan los labios pintados? Y si de verdad no les gusta, ¿por qué debería importarnos?

Cuando me vino este recuerdo me dio por pensar en la cantidad de mujeres adolescentes, jóvenes o maduras que se pasan horas y horas pensando por qué no funcionan sus relaciones, echándose la culpa a ellas mismas y pensando que es  por llevar la ropa más ancha o más ceñida, el pelo más o menos corto, o los labios pintados.

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La inseguridad que nos crea el no vernos aceptadas se incrementa cuando hablamos entre nosotras en vez de disminuirla. Todo el mundo necesita gustar, sí: y si para ello hay que cambiar algo de nosotras, parece que lo cambiamos por obligación y, además, nos reconforta saber que el resto nos apoya -cuando realmente, y esto es lo que más se tarda en aprender, la única forma de que los demás nos acepten, es aceptándonos nosotras mismas: tan sencillo y difícil como eso-.

En una sociedad donde un -todavía- gran porcentaje de los hombres se cree con derecho a dictarnos las reglas y a exigirnos qué ser (lo que hacer o lo que no, cómo vestir o cómo no) es triste que unas chicas de veinticuatro años pretendiesen cambiarme para poder gustar en vez de decirme, simplemente, que si no tiene que ser, no será o que no pasa nada porque chicos hay de sobra. Yo tenía que cambiar y eran los demás los que me tenían que aceptar aunque yo no me reconociese.

No recuerdo exactamente cuál fue mi reacción. Probablemente me quedaría callada y no diría nada, o a lo mejor en ese momento me sentí insegura y acepté mi culpa y mi castigo. Incluso puede que al día siguiente no me pintase los labios. Lo que os puedo asegurar es que pensase lo que pensase en ese momento lo olvidé por completo porque a día de hoy sigo llevándolos pintados.

Foto destacada: Laura Leth. 

Autor: Laura A.P.