Os prometo que llevo bastante tiempo pensando en hacer este artículo, pero en Buzzfeed se me han adelantado (no será ni la primera ni la última vez) con su «32 cosas de las que te das cuenta cuando te pones las gafas violeta«, que he leído asintiendo en cada punto.

Empezar a «coquetear» con el feminismo te cambia la vida. En primer lugar porque abres los ojos y empiezas a poner en orden tus ideas y sentimientos; te das cuenta de que ni eres rara, ni estás sola y que, sobre todos esos pensamientos revoltosos que se amontonan en tu cabeza, ya se había teorizado antes. En segundo lugar porque te vuelves más crítica y curiosa; desarrollas una empatía e interés brutal por otras realidades y revisionas constantemente tus propias convicciones. Dudar es maravilloso, cuestionarse el mundo, que nos construye y construimos, es una necesidad. Y en tercer lugar porque te sientes más libre para rebelarte contra los convencionalismos machistas.

He aprendido que vivimos en un mundo que, pese a pequeños avances, todavía es muy desigual (no solo en clave de género) y que las discriminaciones se han ido transformando en cosas más sutiles (lo llaman micromachismo y no lo es).

Que llevamos años de lucha. Una lucha encabezada por personas valientes que han asumido, asumieron y asumirán, el hecho de ser representantes (visibles) con todo lo que ello supone. Desde las sufragistas, pasando por las feministas de los años setenta, los movimientos latinoamericanos y por los colectivos LGTBI… gracias por tanto. 

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Que abrazar la diversidad es muy importante porque es la realidad y esto debería ser un mantra en la vida en general. Asumir la interseccionalidad nos hará un poco más libres, porque nos convierte en seres conscientes de como estas discriminaciones se interrelacionan.

Que ser mujer no depende solo de tener vagina (y ser hombre no depende solo de tener pene). No se puede reducir toda una construcción social, como es la del género, exclusivamente a los genitales. Hay que acabar con el binomio hombre-mujer, porque no es representativo de nada. Existen mujeres de muchos tipos (con o sin vagina) y todas tienen que estar representadas en el movimiento.

Que el feminismo no es un movimiento estático, ni único. Afortunadamente las sensibilidades van cambiando porque abrir los ojos a una opresión es empatizar con otras muchas. Nos revisamos, ampliamos nuestras miras y enriquecemos nuestras mentes.

Que la educación es fundamental a la hora de acabar con las discriminaciones en clave de género. Hay que señalar el problema sin miedo y hacer una labor divulgativa constante para que los valores feministas (que no son otros que los de la igualdad) terminen de calar en toda la sociedad. Es algo cansado pero apasionante.

Que nuestras niñas necesitan empoderarse y sentirse representadas en puestos de responsabilidad para poder romper con los clichés sexistas. Que nuestros niños tienen que ser libres para construir su identidad (lo de la construcción de la masculinidad da para otro artículo).

Que los hombres pueden (y deben) ser nuestros aliados, pero que somos nosotras las que tenemos que organizarnos y liderarnos, respetando las realidades de todas nuestras compañeras y reivindicando nuestro lugar en el mundo.

Que existen palabras maravillosas como sisterhood y sororidad. Otras menos molonas como mansplaining, victim blaming o slut/body/whatever shaming. Y, también, que reapropiarse de palabras como puta o feminazi puede ser una bofetada con la mano abierta al patriarcado. 

Que la cultura de la violación está tan interiorizada que la culpa es nuestra por llevar la falda muy corta. Que nos enseñan a «tener cuidado», no a ser libres. Que nuestros cuerpos están tan sexualizados que hasta un pezón es algo vergonzante.

Que nos queremos vivas. Que no aparecemos muertas, nos asesinan. 

Pero lo que más me ha gustado aprender es que existen mujeres maravillosas que luchan y llevan a cabo iniciativas preciosas que consiguen ponerme el vello de punta. Y que trabajando juntas somos más fuertes.