Nueve horas tras la barra, hoy me toca turno de noche. Veo venir un día de mierda. Dos despedidas de soltero, un cumpleaños y fiesta de la facultad de empresariales. Qué bien estaría en la cama viendo Netflix. Va, deja de quejarte, saca tu mejor sonrisa y vamos allá.

Once de la noche. “Oye, niña, cuatro jarras.” El primer gilipollas en la frente. ¿Existen las palabras por favor, disculpa o gracias? Tal vez me las haya inventado en algún sueño, no sé. Ah, y lo de llamar niña a una mujer de 30 años… Como que queda un poco cutre, pero tú mismo con tu mecanismo.

Doce de la noche. “Tschhhh, ¡eh!” Pero no toques, ¿por qué tocas? Hay doce personas que están en la barra antes que tú, ¿te crees que chistándome como si fuese Lassie voy a atenderte antes? A lo mejor en tu diminuta cabeza de cromañón tiene sentido que si me agarras como si fuese la última camiseta de Dulce&Camino del mercadillo te haré más casito, PERO NO.

Una de la mañana. “Tres chupitos, preciosa, que uno es para ti.” Gracias a Dios y a la película de El Bar Coyote aprendí a escupir el alcohol disimuladamente, una pena no poderle escupir en la cara a todos los babas que se piensan que invitándome a un chupito de granadina y vodka se me van a caer las bragas.

Dos de la mañana. “¿A qué hora sales de trabajar? Igual te espero.” Señal de alarma. Opción número uno, decírle que duermo en la trastienda y esconderme entre botellas vacías hasta que amanezca. Opción número dos, decirle que no hace falta que me espere, que sé volver a casa sola. “Pffff… Vaya malfollada la camarera.” GRACIAS.

Tres de la mañana. “Ponme un gin-tonic, mi amor.” Hagan paso que poto. Uno cree que no hay nada más humillante que quedarse a oscuras meando en los baños de un bar, pero ver a un chaval de 17 años descamisado y con el polo atado en la cintura poniéndole ojitos a una tía de 30 años es peor. ¿Pero tú no tenías que irte a la camita con los Lunnis, mi vida?

Cuatro de la mañana. “¿Pero me quieres timar? Si ahí pone claramente 2×1.” O vas tan ciego que no ves el cartel o me estás tratando como si fuese gilipollas. DOS CERVEZAS POR UNA. CERVEZAS. CER-VE-ZAS. Zumo de cebada, bebida amarillenta, en negrita y letras grandes. ¿Dónde lees mojito?

Cinco de la mañana. “¿Y tu novio te deja estar ahí aguantando a tantos pesados?” Tardaba en llegar el capullo machista que se cree transgresor dándole la papeleta de pesados a los demás cuando él se lleva la palma. Vaya, que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Pues mira, mi novio no tiene que dejarme hacer nada porque no soy su mascota, misterio resuelto.

Seis de la mañana. “¿5 euros por un cubata? ¿Estás loca? ¿Está hecho de oro?” ¿Pero tú te crees que pongo yo los precios? Mira muchacho, yo no voy a la tienda de Apple a tocarle los cojones al pobre dependiente porque para comprar un Iphone me haga falta hipotecar dos riñones, así que no me des a mí la brasa y si te parece tan caro beberte un vaso de medio litro de agua de Valencia por 5 euros vete al bar de enfrente que cuesta 7.

Siete de la mañana. “Venga tía buena, ponme otra copa.” A lo mejor las luces encendidas, la música apagada y mi compañero pasando el mocho no son una señal muy clara de que cerramos ya y por eso tú, pesado de la vida, sigues insistiendo. Si quieres abrimos hasta las doce del mediodía solo para ti. Es más, si quieres te sirvo un Ron con Limón aderezado con un buen “me cago en tu madre vete de una puta vez”.

Por fin se vacía el bar. Nueve largas horas aguantando la sonrisa, respondiendo con educación y controlando mis ganas de mandar a la mierda a más de un capullo. Limpiamos el vómito, los cristales rotos y los charcos de meadas en los baños. Recogemos entre bromas y nos tomamos una cerveza porque nos la hemos ganado. Se terminó el turno, se acabaron los comentarios machistas por hoy, y mientras salgo del bar con una mueca de enfado y tristeza, los cuatro capullos que siguen con su vaso de plástico terminándose el calimocho en la puerta me despiden poniendo la guinda a una noche de mierda. “Cariño, sonríe, que así estás más guapa.”

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