Hoy os hablaré de ese pequeño condenado que pone a rodar el resto de acontecimientos nupciales: el anillo de compromiso.

Fijo que muchas me decís que eso del anillo de brillantitos es un cliché y una americanada, y no os lo voy a negar. Lo es. Y me da igual.

Aquí una servidora se ha criado delante de una tele y ha visto, envidiado y llorado trillones peticiones de matrimonio. Después de tragarme todas las romanticadas existentes, desde las miniseries de Jane Austen (esas que ves con helado y una caja gigante de Kleenex) a la pedida con velitas de Mónica y Chandler en Friends, toda mi vida adulta he fantaseado con que un tío apareciese en mi puerta, pedrolo en ristre y se marcase uno de esos momentos románticos que te mueres. Esos que crees que solo le pasan a tu amiga la que está buena. Sí, sí, esos.

La verdad es que yo he sido soltera la gran, gran, gran mayoría de mi vida y había abandonado hace tiempo la idea de casarme. Por eso cuando la vida me soltó la carambola de encontrar a alguien que realmente me gustaba (y yo a él)  la idea del anillo, que siempre había estado allí agazapada, tornó a mi mente cual Gollum en su cueva.

Y eso que yo fan de la joyería “güenona” nada de nada. Durante mi adolescencia como no encontraba ni ropa ni zapatos de mi talla, redirigí mi consumismo salvaje a la bisutería mala. Tengo (literalmente) un armario lleno de “alhajas” que según mi madre si lo vendo me darán unos 50 euros armario incluido. Eso sí, todo pendientes y collares porque los anillos sino eran ajustables no me valían. De ahí la emoción del anillo bueno. Ahí, plateadito, lleno de brillis, monísimo, y solo mío. Mi tesooooro.

Una vez explique a mi chico, X, el estilo que quería (más bien señalé hasta la saciedad los que  me  gustaban por TODAS las joyerías de la ciudad) puse al desdichado un anillo mío en la mano y le lancé al duro mercado joyerístico.

Y la emoción de que iba a dar con el anillo  a la primera me duró lo que la tela del entremuslo cuando estreno leggins. Una semana.

7 días es lo que tardó  X en venir, todo fastidiado por no poder guardar la sorpresa, a contarme que en cuestión de dedos yo tenía una talla 21, así a ojo, como 7 tallas de anillo más que la mayoría de las chicas y que solo había un par de opciones posibles.

La primera era estirar un anillo de talla normal hasta que se quedase de mi talla, es decir que el pobre quedaría más fino que mi fuerza de voluntad tras dos meses de dieta.

La otra opción era encargar uno a medida dentro de un catálogo algo más reducido.  Eso sí con esta opción el anillo tenía que quedarme perfecto, porque una vez encargado no se podía devolver.

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Cuando elegí la puerta número 2 mi chico se presentó en casa con  el aparatito que veis en la foto. Para todas aquellas con la mente sucia aclararé que no es un juguete sexual sino un midededos. Sí, eso también suena sexual. Sí yo también tengo la mente sucia.

Así que, una vez medido y encargado solo me faltaba esperar al día de la pedida. Ya se que tuve que renunciar a la sorpresa, pero eh, esto es una historia real.

Aún con eso tuve mi microcuento de hadas porque, terminé convirtiéndome en una Cenicienta invertida. Solo que en vez de zapato, mi príncipe portaría un enorme anillo de chica, y al resto, se les escurriría del dedo, como unas medias de silicona en un día de calor. Se les escurriría a todas incluso a nuestra amiga, la que está buena.

La semana que viene más, bitterkas.

-S-

P.D. Si queréis ver mis andanzas diarias y fotos de muchos de los detalles de los que hablo mi cuenta de Instagram es @migranbodagorda y de Facebook Doña S. de Sabrosa