Lo admito: me encanta el salseo. Pero esto no siempre fue así, lo juro. Antes de que me dejase seducir por el nada desdeñable arte de poner la oreja en las discusiones de pareja en el metro y de leer conversaciones de Instagram con cuidado de no dar un delator «like» por error, yo era una persona decente.

Repetía siempre las mismas tres frases a mis amigas: «Tengo mejores cosas que hacer…» «La gente que habla de los demás no tiene vida» y «Ya tengo bastante con lo mío…»  Frases que fastidiaban automáticamente las tardes comiendo pipas en el banco del parque, pero que a mi me hacían sentir mejor persona. Pero como Weloversize va de aceptarse a una misma, hay que amar hasta las partes más oscuras de una misma. Así que yo decidí abrazar por completo mis instintos más bajos, aquellos que me llevaban a bajar el volumen de mi música cada vez que la señora de al lado en el bus descolgaba el teléfono y a clicar «ver más» en un hilo de Twitter polémico. En resumen: admitir que dentro de mi había vivido siempre una auténtica reina del salseo. Y que estaba ahí para quedarse.

No sé cómo una cosa llevó a la otra. Los programas de cotilleo de la tele no me llenaban, así que decidí entrar en Youtube, que en los últimos años se ha convertido en la plataforma del salseo por excelencia. Y BOOM. Había empezado. Empecé a saltar de vídeo en vídeo y en una tarde había consumido títulos tan prometedores como «Me poseyó un demonio», «Estuve detenida en Brasil» o «Mi compañera de piso era cleptómana».  Un sentimiento adictivo de morbo por conocer las miserias de todos estos desconocidos y alivio al ver que en comparación mi vida era bastante normal (quitando el hecho de que acababa de dedicar una tarde entera a escuchar a desconocidos hablar de su vida privada.)

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