Si mi querida abuela levantara la cabeza hoy mismo, lo haría, cómo no, impecablemente peinada, con sus pendientes de perlas y sin ninguna arruga en el vestido (recuerdo mucho uno de lunares). Se levantaría, sí, estiraría la falda, ajustaría el cinturón finito y el nudo del collar y se pondría más derecha que una vela para lucir su menuda pero poderosa figura de reloj de arena. Bolso, pañuelo y chaqueta por si refresca, y hala niña, vamos a tomar algo.

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Nunca me tomé una cañita con mi abuela. Pero muchas veces sueño todo lo que nos contaríamos mientras lo hacemos. Ella es el personaje más recurrente de mis sueños. No era una mujer de su época, yo creo que nació con los dígitos un poco bailados (su fecha de nacimiento se agitó demasiado en el bombo y vino al mundo con la cifra de las decenas cambiada). Era moderna, no hacía pasteles, le gustaba salir y entrar, hablar, opinar, tomarse un algo, ir para allá y para acá, con sus rarezas y terquedades, pero fiel a sí misma. Detestada por muchos, querida por muchos más, pero, indomable. Creo que sabía de sobra que aquí llegamos solos y solitos nos vamos.

Las cosas de la vida y la muerte hicieron que nos despidiéramos un poco pronto. Pero a su repertorio de refranes, chascarrillos, canciones y muletillas recurro más que a cualquier libro de empowerment. Y seguro que muchos ellos serán mantras que con más canas comenzaré a decir yo.  

Las abuelas son sabias de narices, no por viejas, no por diablas, sino por la perspectiva con la que enfocan las cosas; también por lo que han callado y por las maravillas que hicieron con los vetos de la época. Si ella tuviera mi edad ahora, creo que fliparía menos que yo con todo. Sería más lista y espabilada y seguiría fiel a sus filosofías, quizá adaptándolas a un siglo que ella estrenó para irse:

“Vieja es la ropa, no yo”: máxima que atribuye el paso del tiempo a los objetos, no a uno mismo, y menos a la juventud de espíritu de mi abuela, quien ya defendía de octogenaria tender en percha para no planchar.

“Bien peinada y bien calzada puedes ir a cualquier sitio”: junto con las nails pintadas en dos tonos perlados superpuestos, este eran su gran consejo de estilo. Pensamiento recurrente cada vez que no tengo el día ante el espejo del armario.

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“Quien bien te quiere, te hará reír”: Reír sí, no llorar, que ella cambiaba los refranes a mejor. Nada de aguantar porque sí, ni de resignaciones varias. Y viceversa, que hay que querer bien y hacer reír.

“De lo que no cuesta, se llena la cesta”: frase válida para comerte a besos a alguien o para dar el 1000 por 100 de una cualidad que posees. Potenciando virtudes desde hace un siglo.  

“Las cosas bien hechas, bien parecen”: Sí o sí, intentar hacer las cosas lo mejor posible, siempre. Para que nadie pueda ponerte la cabeza (o la conciencia) colorada.

Hay muchas más: “La zorra perderá el pelo, pero no las costumbres”. “Dos que duermen en el mismo colchón, se vuelven de la misma condición”. “Dímelo hilando”. “Vísteme despacio que tengo prisa”… pero con la que me quedo, la frase más repetida y la quote para enmarcar es sin duda: “Si no te quieres tú, no te quiere nadie”. Y ahí sí que no hay nada más que añadir.

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Marisa R. Abad