Desde que se estrenó el programa de David Muñoz (Dabiz Muñoz si te cagas en la RAE) el tema de la comidita, de los cocineros guays, y de los foodies se ha vuelto a poner (por si no estaba ya, con tanto Masterchef y Chicote y toda la puta programación de la televisión que no va sobre gente encerrada en una casa o en un plató de Sálvame) muy de moda.

La comida nos gusta a todos, o quiero pensar que, al menos, a casi todos, así que debería ser maravilloso poder compartir con todo el mundo y en todos los formatos tu gusto por una de las cosas más maravillosas de la vida: comer. Lo malo es que en el mundo de la gastronomía, como en todos, realmente, hay polos demasiados opuestos: los que se comen un cacahuete que huele a gamba y está acompañado de una salsa de grosellas con residuo nuclear espolvoreado con pluma de gaviota, acompañado con un churro (lo del churro es real de Dabiz), y los que preferimos comernos una pizza. Y cuanto más grande sea esa pizza, mejor.

angel pizza

Quiero aclarar que no tengo absolutamente nada en contra de David Muñoz (Dabiz Muñoz si pasas de las normas establecidas y quieres romper tus límites) ni de su programa. Al contrario, me gusta. Me gusta más de lo que pensaba que podría gustarme un programa sobre comida que no es hipercalórica. Ver trabajar a Dabiz me resulta inspirador, su reality me divierte y fascina prácticamente a partes iguales. Ni tengo nada en contra de este ni de ningún otro chef, solo vengo a generalizar sobre lo mucho que desearía cagarme sobre toda la alta cocina. 

Me cago tanto en la alta cocina que hasta me da miedo que, por culpa de un programa como El Xef, vuelva a ponerse de moda. Que de moda ya estaba, pero parece que entre la gente corriente, como tú y como yo, con su cuenta de Isntagram, y su vida mediocre, los perritos, las hamburguesas y las pizzas habían vuelto a recuperar el terreno perdido ante las raciones de comida más pequeñas que mi dedo pulgar.

Una cosa buena que tienen este tipo de platos es que deben de estar buenísimos de la hostia. Pero vamos a ver, seamos sinceros, si no con el mundo, sí con nosotros mismos. Tú te vas a un restaurante y te pides un plato como el de ahí arriba y al salir de allí, para compensar el precio y el hambre que sigues teniendo, te vas directo a un McDonalds a por dos hamburguesas de un euro. Por cierto, que si este plato os parece una verdadera obra de arte y creéis que yo no alcanzo a comprender el concepto, os digo ya que está sacado de aquí.

Reconozco que tiene que ser realmente interesante probar, una vez en la vida, que con eso basta, un menú tan elaborado, aunque su tamaño sea mínimo. El truco está en ir bien merendado de casa. Pero jamás podré admitir que el mejor plato del mejor restaurante del mejor chef con más estrellas michelines del mundo pueda ser, ni siquiera un poquito, mejor que un cocido como dios manda.

Así que sí, acepto que la haute cuisine existe y puede ser maravillosa, pero por favor, no nos volvamos gilipollas. Ir un día al Museo del Prado a darte una vuelta entre los mejores puede llegar a ser una experiencia gratificante e intensa, si me apuras. Pero no queramos dárnoslas de lo que no somos. No queramos convencer a nadie de que una raspa de salmón bien presentada es mejor que una paella. La comida de tu abuela, que lleva toda la puta vida cocinando y se conoce todos los secretos de su cocina, vale más que el dinero. Ya se puede poner Dabiz Muñoz a pensar la receta definitiva que en su puta vida le va a salir una croqueta como la de tu abuela, ahora, cobrártela, te la va a cobrar como si esa croqueta la hubiera cagado un unicornio.