El poder de la belleza estandarizada es un tema de discusión recurrente en mi círculo más íntimo. La disertación sobre la estética es algo común a la filosofía occidental desde que en la Grecia Clásica se impusiera un ideal concreto de belleza. Gracias a la fascinación de la raza humana por una belleza considerada como algo casi divino, conservamos a día de hoy multitud de obras de arte en todas las disciplinas, que demuestran la importancia de la estética en nuestra sociedad.

Lo que en realidad me preocupa es que en el último siglo la estética se ha convertido en una especie de ideología que afecta particularmente a la dignidad del género femenino. La historia demuestra que mientras eran los hombres los encargados de ocupar puestos de poder político y económico, las mujeres hemos sido relegadas a ejercer un poder blando e intangible: la belleza. Pero la belleza no deja de ser un mito y un arma de doble filo.

La belleza es un mito en el sentido de que, como otras muchas realidades, es una construcción social. Y toda construcción social es, al fin y al cabo, un acto político. La belleza es un arma de doble filo en el sentido de que la creación de estereotipos ideales, en clave política y social, es una herramienta del poder para desviar la atención de lo realmente importante. El poder y la belleza se retroalimentan para inutilizar a la sociedad occidental para una lucha real.

Con el desarrollo de los medios de comunicación de masas, concebidos como un «cuarto poder» al servicio de un establishment históricamente masculino, aparecen nuevas normas estéticas para dar forma a los individuos de la posmodernidad. Esta estetización de la sociedad encorseta la belleza femenina desde la esfera más privada de la vida, generando una serie de frustraciones absurdas que minan la conciencia crítica de las afectadas. Esta nueva era se caracteriza por mujeres que se autocompadecen por no estar a la altura de los cánones de belleza impuestos por los mass media; que tienen que estar y que tienen que ser perfectas para demostrar su valía tanto en el campo afectivo como en el profesional; que no pueden envejecer ni sentirse cómodas con sus cuerpos; que para llegar a tener un puesto de relevancia tienen que adoptar roles masculinos o asumir que no se les va a tomar tan en serio como a sus compañeros y a las que enseñan desde pequeñas a ser madres, esposas, cuidadoras o amantes. En definitiva, mujeres a las que no se les da tregua.

No estoy diciendo nada nuevo. Como estudiante de la Complutense tengo muy aprendido el discurso del feminismo de tercera ola y muy interiorizada su lucha contra un modelo totalista de la feminidad. Por eso he decidido plantear esta reflexión: porque ansío un mundo en el que la belleza no sea única y la misma para todos. No es una cuestión de confabulaciones abstractas sino de planteamientos reales, de tomar la iniciativa y de empezar a querernos como seres humanos y como mujeres. No somos menos mujeres por no cumplir con todo lo que nos exige el poder heteropatriarcal y no podemos conformarnos. Basta de fantasías: la diversidad es belleza.

Posdata: las imagenes que he utilizado para ilustrar este post son obra de la fotógrafa alemana Julia Fullerton-Batten, una activista detrás del objetivo que en 2013 presentó un trabajo llamado Unadorned en el que pretende plasmar la violencia simbólica que se ejerce sobre la mujer.