Son las tres de la mañana de un sábado veraniego. Una barbacoa, un montón de cervezas y amigos con los que reír, pasárselo bien y disfrutar de la noche.

Yo he bebido dos o tres copas. Lo suficiente para sonreír más de lo normal y quizás trabarme con algunas de las palabras más complicadas de mi vocabulario. Por lo demás, es una noche corriente.

Y ahí estoy yo, entre risas, bailando con mis amigos, cuando se acerca alguien y me susurra al oído que me estoy poniendo en evidencia por beber tanto.

Yo lo miro sin comprender. A mi alrededor hay personas que van mucho más alcoholizadas que yo.

Y entonces lo entiendo.

Yo soy mujer, ellos no.

Evidentemente, cuando eres una mujer, está mal visto que bebas.

Está mal visto que pierdas la compostura.

Y sobre todo,

está mal visto que te salgas de lo que ellos consideran correcto para ti.

Y sientes como la rabia te sube desde los pies y se anuda en cada hueco de ti misma, enfadada por algo tan injusto como puede ser que juzguen tu comportamiento en función de tu sexo. Y repasas mentalmente, la gran cantidad de veces que alguien te ha aleccionado por algo que los demás también hacían, pero que en ti está mal visto. Y ya no sólo es el alcohol, es la cara de tus amigos cuando te besas con algún chico en la puerta de algún bar o decides llevártelo a casa. Es la mirada de incomprensión reflejada en sus ojos cuando eres tú la que se marcha con un tío, como si te estuvieras desgastando, regalándote a ti misma.

Y te toca soportar que en la misma situación pero al contrario, ellos reciban felicitaciones, pero tú sólo seas un candando que se abre con cualquier llave.