El otro día me confesé ante mis amigas y les expliqué las dificultades que tengo para plantar un pino si no es en mi casa. Os podéis reír, pero he llegado a aguantarme tanto tiempo sin cagar que he temido por mi vida.

He llegado a irme a casa desde el trabajo (metro y autobús de por medio) para después volver con tal de poder apoyar mis posaderas sobre mi propio retrete.

He llegado a tirarme 14 días de viaje a Tailandia acumulando suculentas especias en mi interior sin poder evacuar ni una sola vez.

He llegado a echar a mi pareja de casa para poder cagar tranquila. Me pongo nerviosa si sé que otra persona puede escuchar el ‘plonc’ de la cacurria al caer. 

Mira yo me muero, eh
Mira yo me muero, eh

He llegado a ir a urgencias por miedo a que, tras estar dos semanas sin ir al baño, me empezase a salir la caca por la nariz.

He llegado a tener tripa de embarazada de 7 meses, y he tenido que dar explicaciones a conocidos: ‘no, de verdad que no estoy preñada, solo hace mucho que no paso por casa’.

No soy capaz, no me sale. El hocico no asoma. Para poder hacer mis necesidades a gusto tengo que estar en casa, tranquila y sin nadie cerca. Y claro, eso no siempre sucede.

Mis amigas (en especial una escritora ingeniosa que es incapaz de dejar de apodar y bautizar con nombres chorra todos nuestros trastornos y situaciones estúpidas) me dijeron entre risas que no soy la única, que lo que pasa es ‘que soy de ano tímido’ y que tenía que acostumbrarme.

Me gustó tanto la expresión que me la he apropiado, supongo que en un intento de quitarle hierro al asunto. Los hay que pueden cagar hasta en un bar (no entiendo cómo, pero los hay) y los hay que somos más tímidos y necesitamos el silencio y el calor del hogar para liberar a Willy. Para enviar un fax. Para despedir a un amigo del interior. Para desalojar al inquilino.

¡Joder, qué maravilloso es hablar de caca!

Fattie Bradshaw