Esta tarde al salir del trabajo me he ido a la mercería del barrio, algo como muy de toda la vida (y cuyos precios, se ha de decir, me han dejado flipada de baratos que eran) para comprarle calcetines a mi novio. Resulta que se le rompen cada dos por tres y no hay manera, y como ya no se salva casi ninguno por casa he ido a por ellos a, pongamos, Mercería Pepita (para mantener en el anonimato la fuente… excepto si vivís en Barcelona cerca de Sants, que entonces os doy la dirección exacta, calcetines lana 2’50€ oferta). El caso es que a mí me parecía un acto completamente normal, hasta cuco… Es decir, conoces tanto a la persona con la que compartes la mayoría de las cosas (ejem, ejem) que es de un cotidiano impepinable saber su talla de ropa interior, qué marca de desodorante le funciona mejor o cada cuanto va a la peluquería. Lo que yo no me había planteado hasta mantener una conversación –calcetín y, porque no, bóxer en mano– con Pepita es que estábamos de vuelta a los 60-70, la transición queda lejos y las mujeres se encargan de todo este tipo de cosas porque los maridines, ellos pobres, no lo van a hacer. Pepita me comenta cuando le pregunto por la durabilidad de la punta del calcetín –que estoy harta de remendar agujeros– que “nosotras” (¿ella y yo? ¿el género femenino, así, en toda su extensión? ¡quién sabe!) controlamos estas cosas, “ellos son un desastre” pero nosotras sabemos cuándo tenemos que comprarles calcetines porque es nuestro trabajo. No sé cómo salí de esa, ni puedo deciros qué respondí exactamente, solo pensé: “Anda la leche, soy una esclava del patriarcado”.

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Mientras doblaba los calcetines en casa y los ponía en su correspondiente cajón, aprovechando para recoger la ropa tendida, me vi a mí misma doblando mis bragas… y sus bóxeres. Recogiendo mis jerséis… y los suyos. Lavando ya las tazas del desayuno veo que lavo dos, la mía… y la suya. ¡Cielos, Pepita! ¿Me convierte esto en una esclava del patriarcado? Porque yo nunca me había planteado nada de esto, incluso cuando el otro día me planché unos vaqueros y ya que estaba, y como él me había pedido que si podía me acordara de una camisa, me pasé a quitar arrugas (que desestresa un montón), y mi compañera de piso apareció y sugirió que si un tío quería sus camisas planchadas que se las planchara él.

Vamos a detenernos aquí un segundo. Parémonos un momentín que se nos va todo de las manos. Yo soy la primera que en toda mi vida he abogado por la independencia, por los derechos de la mujer, por la fortaleza del muy-mal-denominado sexo débil… Sin ir más lejos, me mudé sola a otra ciudad con tiernos 18 y desde entonces la única persona que me ha cuidado y sacado las castañitas del fuego, la que ha ido aprendiendo de errores como que no se ha de intentar taladrar la pared maestra si está muy dura por mucho que tú insistas que el cuadro va a ir ahí por pelotas o que la cera de microondas más segundos de los indicados es muerte y destrucción… he sido yo. Así que los agujeros de antiguos pisos y mi maquinita eléctrica de afeitar me avalan a la hora de decir que si yo quiero comprarle calcetines, lavarle la taza o plancharle la camisa a mi novio eso no me hace más esclava del patriarcado que alguien que no lo hace. Lo hago porque quiero, porque hay gente que demuestra su amor de mil maneras (de nuevo, ejem, ejem) y yo lo hago siendo práctica.

Es una cuestión totalmente personal, pero el caso aquí está en no radicalizar. Ni yo soy la chacha de mi pareja, ni cada vez que me pida algo le voy a chillar “Háztelo tú, ¡¡abajo el patriarcado!!”. ¿O es que cada vez que yo esté tirada en el sofá y le pida que me traiga un yogur…. (ok, chocolate, no está bien mentir) él me va a llamar feminista radical? Los límites de las acciones hacia el otro vienen siempre dadas por la comodidad de quien las realiza y las razones por las cuáles tienen lugar La igualdad de sexos es… igualdad. No se me pasaría por la cabeza contar la de veces que yo me levanto a por “yogures” más que él… a no ser que me sienta incómoda con ello, en cuyo caso a lo mejor sí que debería planteármelo o simplemente abrir la boca y opinar “Cariño, no te pesa el culo, tráetelo tú”. Yo me siento incómoda con ello porque, como he dicho más arriba, es una manera de manejar la intimidad hacia el otro. Con lo que no me siento cómoda es con que Pepita me señale con el dedo por el mero gesto y dé por hecho que la situación continúa siendo así, generación tras generación. Lo siento Pepita, pero el Manual de la buena esposa solo sirve para hacer una buena hoguerita (¡y lo que me duele pensar en un libro quemándose eh!). A lo mejor es un poco naif por mi parte considerar que estos gestos son la mayor muestra de amor, pero ¡qué le vamos a hacer! Yo no suelo decirle que le quiero, yo le compro calcetines. Y si eso me hace ser una esclava del patriarcado, entonces, ¡mea culpa!