Por mucho que digan los Stark de Invernalia, aquí en el norte siempre parece invierno. No hace falta que llegue: siempre tiene la patita asomando por debajo de la puerta, al acecho del más mínimo atisbo de calor para dar por culo. Lo sé, una asturiana de pro como yo no debería quejarse, porque gracias a nuestras inclemencias meteorológicas tenemos los paisajes que tenemos, pero rediós, un poco de sol de vez en cuando tampoco ye mucho pedir!.

El caso es que como aquí no entendemos (no, a veces ni queremos entender) de eso de las altas temperaturas, ni siquiera de los climas templados, optamos por el calor humano: de lo más grande que parió madre y, además, gratis.

No os pongáis sentimentales, no voy a salir con lo de abrazarse a la pareja y ver pelis. NO. El gustazo invernal es dejarse crecer las melenas corporales. TODAS.

La del fondo que está diciendo que menuda guarrada, deja que me explique.

Nos pasamos (muchas, no todas) la primavera, el verano y comienzos del otoño luciendo nuestras carnes. Aquí al sol, lo que se dice sol, poco, pero nos enfrescamos que da gusto. Sacamos del fondo del armario nuestra ropa más ligera, con cierto olor a humedad, y nos liamos el pareo al body y el turbante amarillo chillón a la cabeza para ir tan fresquis a la playa. Shorts verdes, tops de tirantes color flúor, transparencias de gasa para las noches estivales, vestiditos de flores para ocasiones mil, y mi adorado negro, en todas sus variantes, para las raritas como una servidora, que va de negro hasta a las white party. Y allí que vas, sin un puñetero pelo. Con la piel más suave que el mejor papel higiénico. A ligar bronce como una auténtica number one.

Pero llega la realidad, el hostiazo cotidiano de vivir en un paraíso verde, que te quiero verde. Llegan las lluvias, las nubes eternas, el gris permanente en el cielo. Se te ablandan las carnes con tanta humedad, la moral no da para una cañita, sino para un caldo, sorbido al compás de los mocos, que sabes que ya no te dejarán hasta junio. El bigote se aprecia verdoso cuando asoma en el labio superior, sobre tanta palidez. Así que te rindes, tiras a tomar por culo la epilady, la cera caliente, la fría, el láser, la maquinilla y las ganas de salir de debajo de la manta. Las duchas se alargan, pero no pierdes el tiempo quitando vellos sobacunos. Aceptas que te has convertido en Macario y, con la excusa del frío, te dejas unas melenas pantorriles que van desde los dedos de los pies hasta el matojo que ha crecido afro entre tus piernas.

Yo tengo la suerte de tener treinta y pico, y un marido adorable que me adora con pelo y sin pelo, como debe ser. Así que mi cuerpo se aclimata a las frescuras invernales mientras yo me despreocupo de lo blancas que están mis piernas hasta que en junio vuelvo a pasar la podadora, perdón, la cuchilla, mientras me quejo de lo mucho que echaba de menos un poquito de sol.

El guaperas de la tercera fila que no se espante tanto. Cari: donde hay pelo, hay alegría.

por Rebeca Alcántara