No entiendo a las tías que se quejan de tener que depilarse. Las que se quejan de tener que hacerse el bigote, las cejas, las piernas o de tener que dejarse el chichi a lo cheroki. No lo entiendo, porque hay quien hace yoga, quien se toca, quien se toma orfidal, quien va al psicoanalista o quien tira de chorboagenda para relajarse, también las que se desestresan dándole a la tarjeta en Zara o en Zalando, pero yo, cuando estoy atacada, me hago un completo de depilación.

Una sesión dedicada a mi misma. Esas típicas mañanas de sábado en las que pones la música a to trapo, haces la colada (por fin, que ya no te quedan bragas limpias, ni las de las reglas ni la de los polvos fantasía), te reconcilias con la vida y ya de paso contigo. Mientras mis compañeros de piso se conectan con ellos mismos jugando a la play, yo me dispongo a dedicarme UNA SESIÓN.

 

Lo primero que haces en tu habitación (tengo baño propio, importante): te pones en bolas. Abres todo para que entre la luz natural. Espejo. Algodones. Alcohol. Por fin vas a usar el espejo de aumento de Ikea. Vamos allá. Bisturí, ay no, pinzas quiero decir. Venga, Marina, vamos, zas, zas, zas. Duelen los primeros pelos, se te saltan las lágrimas. Pero entonces recuerdas que es una sesión de las tuyas. Es TU SESIÓN. El dolor es solo al principio, luego te animas, zas, zas, zas, e incluso tienes que obligarte a parar si no quieres quedarte sin cejas y parecer Björk. ¡Para, para! Ahí está: el instinto depilador de mujer, porque por si no lo sabías: todas llevamos una esteticién dentro.

Vamos. Toca la barbilla. Ahí están. Los hijosdeputa. Los pelos negros. Los tiesos, los que pinchan y tienes controlados. Zas… adiós. Pero siempre hay alguno inesperado, mitad rubio, mitad negro, laaaaargo como él solo… Dios santo, ¿cómo ha podido crecer tanto? ¿No me lo quito desde mi Comunión? Y lo tomas en la mano como si fuera un tesoro, lo miras y remiras y casi te da pena deshacerte de él. Por si acaso, soplo y pido un deseo, como con las pestañas.

Pero un momento… la barbilla, ese pequeño espacio de tu cara, te guarda otros placeres aún: los barrillos. Trozo de papel higiénico en cada dedo y voilá… a empujar. Empujas y sale uno, y otro, y otro… ahí está de nuevo la máquina de extracción que llevas dentro, la esteticién que eres… y la porquería en forma de churrito minúsculo te hace inmensamente feliz, tanto, que lamentas que no haya nadie a tu lado para decirle “¡mira, mira!”, tanto, que yo lo expresas en voz alta, “jooooderrrr”. Porque la mierda que sacamos de la cara nos hace dichosas, ¿a que sí? Es como si me liberara, como si en ese churrito de porquería sacara de mi cuerpo la mierda que me sobra, los problemas, los horarios, las agendas, eltioquenomellama, mi jefe, las enfermedades, los malos rollos, la impotencia ante el telediario, los malos recuerdos… todo eso se va de mi mente en cada churrito, en cada pus, en cada mierdecita que extraigo fuera de mi, en ese exorcismo de suciedad.

 

Y  eso que esto no ha hecho más que empezar: me queda darle a la cera tibia y liarme a dar tirones (piernas, brazos, ingles, axilas, bigote, ano, sí, ano también) en plan loca, en plan Teniente O’Neal, nohaydolor, como una purga, una limpieza de todo lo que en la vida me hacía no poder seguir hacia adelante.

Así son mis sesiones de depilación. Una puta liberación. Un quiero y puedo que tiene su recompensa cuando después de la batalla me embadurno en crema, la de Rituals, la que cuesta un ojo de la cara, sí esa… y me acaricio, me repaso mi cuerpo resentido, como si acabara de echar el polvo de empotrador más brutal del año, y de pronto se me olvida todo. De pronto se me olvidan los tirones, los zas, zas, y me concentro en mi piel, que es la más suave, la más tersa, la mejor depilada del mundo. Me concentro en mis terminaciones nerviosas y acabo saliendo a la calle sintiéndome Beyoncé melena al viento sin permitir que nadie me sople.