El pasado mes de septiembre la actriz Emma Watson, uno de los principales iconos feministas de nuestra era, dio un discurso en la última cumbre de One Young World. En él, relataba cómo desde que se declaró abiertamente feminista, había sentido que se abría la caja de Pandora. Fueron muchos los que ovacionaron este acto de valentía por parte de la actriz, pero también fueron abundantes las durísimas críticas a las que se ha expuesto desde entonces, llegándose a convertir éstas en amenazas.

Resulta tremendamente fácil sentirse identificada con las palabras de Emma Watson si alguna vez has decidido escribir sobre feminismo en Internet. Sabes a ciencia cierta que cada vez que decidas hacer pública una idea feminista que te ronda por la cabeza, alguien te acusará de radical y te llamarán (¡cómo no!) feminazi.

Hablar de feminismo públicamente es generar polémica y, desde mi punto de vista, esto es un síntoma de que hace falta seguir haciéndolo. Declararse feminista se ha convertido en un acto de valentía, porque sabes de antemano que vas a recibir ataques cuando lo hagas. Quizás por eso otras muchas celebridades prefieren decir eso de “yo no soy machista, ni feminista”, pues saben que pueden generar rechazo entre el público y si eres cantante o actriz, es necesario despertar simpatía entre tus seguidores.

El feminismo ha experimentado un resurgir en los últimos años y esto resulta incómodo para mucha gente que ya se había acomodado a vivir de una cierta forma. No hablo solo de hombres: también son muchas las mujeres que prefieren mirar hacia otro lado bajo el amparo del manido “esto ha sido así siempre y no lo vas a poder cambiar”. No les juzgo, es una cuestión de comodidad. Desde la infancia hemos asumido un rol y cambiar por completo esta idea, implica cambiar casi de arriba abajo nuestros esquemas de actuación y pensamiento.

Sin embargo, los roles de género no son algo innato, sino una construcción cultural. Por un lado existe el sexo biológico: se puede nacer macho o hembra, pero a través de todas esas fases intermedias en que la cultura actúa sobre nosotros para construir nuestra identidad es donde se termina “haciendo de lo biológicamente diferente algo socialmente desigual”, apropiándome esta frase de Miguel Lorente, reconocido experto en violencia de género que colabora con la ONU.

Podemos diferenciar a una hembra y un macho a simple vista, pero si no pudiéramos ver al sujeto, ¿sabríamos cuál es su género? Si se nos contara qué lugares frecuenta, qué tareas asume como fundamentales, cómo se comporta en sociedad o cuáles son sus actividades de ocio, lo adivinaríamos en la mayor parte de los casos. Esos elementos comunes son los que determinan los roles de género, que no derivan de nuestra condición biológica sino de la construcción cultural de la que os hablaba.

Con todo esto, el argumento de que las cosas no se pueden cambiar porque “los hombres son así y las mujeres asá” parece tambalearse cada vez más. Si además echamos la vista atrás, los propios logros del feminismo nos dan la razón: hace no tanto que era impensable que una mujer ejerciera el derecho al voto (os recomiendo la película “Sufragistas”) o que se dedicara a profesiones tales como la ciencia, el fútbol o la mecánica. Porque sí: el feminismo ha logrado muchas cosas, pero ese no es pretexto para pensar que ya no existe machismo hoy en día. Si yo tengo diez yogures y me como tres, siguen quedando siete que debo consumir antes de que caduquen.

Lo mismo sucede con la revolución LGBT. Hace menos de cincuenta años no era ningún tabú utilizar en público expresiones como “maricón” (y no precisamente al estilo de Mario Vaquerizo), “mariposón” o “nenaza”. Hace unos treinta que la homosexualidad dejó de ser ilegal en nuestro país. Hace poco más de una década que es legal el matrimonio homosexual. Todos los cambios que desde entonces ha habido resultaban impensables para muchos de nuestros mayores, tan impensables como muchos deseos feministas hoy.

El cambio de mentalidad generalizado que ha logrado la comunidad LGBT no se ha conseguido solo. También fue un acto de valentía por su parte el levantar la voz en un momento en el que sólo recibían ataques, la gente pensaba que eran radicales y que las cosas habían sido así siempre, que no se podrían cambiar. Incluso había fieles defensores de que era antinatural desde el punto de vista biológico. ¿Os suena? Es por eso que la revolución LGBT es un espejo donde mirarse para lograr una revolución feminista.

A estas alturas del texto, muchos estarán ya asustados pensando en cuán radical y feminazi soy. Para aliviar este pesar, es necesario aclarar que el feminismo no se trata de derrocar al sexo masculino; como la reivindicación de los derechos homosexuales no pasaba por amedrentar a los heterosexuales. El feminismo busca igualdad, nunca superioridad.

La principal confusión a este respecto suele derivar de una justicia mal entendida.  Si hay tres personas tratando de mirar por encima de un muro y cada una tiene diferente estatura, necesitaremos más escalones para que el menor de los tres pueda ver lo que pasa al otro lado, mientras que quizás el más alto de ellos no necesite ninguno y al intermedio le baste con uno.

Lo que quiero decir con esto es que no logramos la igualdad cuando, por ejemplo, una discoteca contrata a una stripper para una fiesta de universitarios y, para compensarlo, contrata también a un hombre. Desde hace siglos, que un hombre logre seducir a una multitud de mujeres ha sido concebido como un éxito, máxime cuando logra cobrar por ello. En cambio, una mujer que va con muchos hombres se ha percibido como una “puta”, que no posee dignidad, y más todavía cuando le pagan. Estamos dándoles la misma ocupación, pero no se lee de igual forma ante los ojos de una sociedad que todavía conserva los posos de un machismo histórico. ¿O acaso a nadie le resulta familiar eso de que ella sea una guarra y él sea un machote?

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Esto es extrapolable a las reacciones que nos encontramos cuando criticamos la estructura típica de la comedia romántica, en la que rápidamente surgen los que alegan que no se puede cambiar porque es así. O cuando hablamos de la sexualización de los personajes femeninos en las películas de superhéroes, porque en los últimos años también se ha sexualizado a los personajes masculinos. O que el hecho de reclamar un lenguaje menos machista se perciba como feminismo radical, cuando en pocos años hemos dejado de referirnos a los homosexuales con términos despectivos.

No pretendo adoctrinar a nadie con todo esto. Sólo hacer pensar a quienes se asustan ante la palabra “feminismo” que no se trata de un movimiento que busque fastidiar a los hombres y, a quienes desean la igualdad pero no se atreven a dar un paso adelante porque creen que es inútil intentarlo, que se pueden lograr cambios. Después, cada uno es libre de pensar y hacer lo que quiera, siempre que sea capaz de respetar.

El discurso de Emma Watson del que hablaba al principio terminaba así: “cada vez que alguien lucha por un ideal o se manifiesta contra la injusticia, manda un pequeño atisbo de esperanza. Cuando millones de estos atisbos se cruzan, construyen un movimiento que puede derrumbar las barreras más resistentes.

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Carmen Porcel