Tengo a mi madre malita de la tripilla (así que aprovecho para dedicarle la entrada de hoy) y eso me ha traído recuerdos de una temporada en la que lo pasé bastante mal gracias a las personas que me rodeaban. Que eran muchas, claro, porque como soy gorda… Yo tenía dieciséis años y estaba estudiando 4º de la ESO en mi colegio de monjas de toda la vida. Como buena Perradestan que es una, me pasé quince años (que se dice muy pronto, ahora mismo es más de la mitad de mi vida) en un colegio católico de provincias, y aunque en general no es que tenga yo mucha queja de la educación que recibí, de algunas cosas me quejaré toda la vida. Una de ellas es la que os voy a contar ahora.

No recuerdo muy bien si fue algo que me vino de repente o hubo una progresión, la cosa es que empecé a notar que si desayunaba antes de ir al colegio, la comida me sentaba fatal y luego me pasaba toda la mañana revuelta, con dolores de tripa, con muchos gases y con frecuentes ganas de vomitar. Solo me pasaba con el desayuno, pero ya me jodía toda la mañana porque oye, pasarse seis horas en clase con ganas de tirarte un pedo de los que asustarían a la población de Hiroshima no es algo agradable. Guiándome por mi sentido común, me di cuenta de que si no desayunaba, luego pasaba la mañana maravillosamente, así que «blanco y en botella», dejé de desayunar antes de ir a clase y mis problemas desaparecieron.

Pero claro, si una (que era y sigue siendo de buen comer) se iba a clase sin desayunar y se metía sus seis horitas de matemáticas, lengua, inglés, gimnasia, y la religión, que no falte, pues al final tenía otro problema, y es que pasaba más hambre que Falete en África. Así que volví a desayunar. Y mis problemas gástricos también volvieron.

Todo se complicó cuando en una misma semana tuve que salir dos veces al baño en mitad de la clase. De esto que dices «voy a vomitar, lo presiento, así que o salgo por esa puerta o vomito en medio de esta clase», y optas por correr como alma que lleva el diablo y luego dar las explicaciones pertinentes. Explicaciones que me fueron pedidas, por supuesto. Recuerdo que la primera vez que tuve que salir al baño estaba en clase de biología, así que al volver del baño le expliqué a la profesora que estaba bien y que me habría sentado mal el desayuno. La segunda vez que me pasó tan seguido ya no recuerdo a quién le tuve que explicar la misma historia, la cosa es que en la sala de profesores debió de salir el tema de que una alumna había salido a vomitar y la profesora de Biología dijo «¡Eureka!».

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Me sacaron de clase como si fuese yo una delincuente, me sentaron en un despacho delante de una monja, mi tutor y la profesora de biología y me interrogaron bien interrogada con la clara intención de hacerme declarar «¡sí, lo habéis adivinado, soy bulímica!». Pero es que yo no era bulímica. Simplemente era una gorda que vomitaba, y hasta donde yo sabía (y siempre me sorprendió que los profesores no lo supieran), las personas con bulimia vomitan, sí, pero después de comer mucho, y yo no podía haber comido mucho antes de vomitar porque estaba en clase con usted, querida profesora.

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No me dejaron ni siquiera explicarme, dieron por sentado que yo tenía esa enfermedad y estaban dispuestos a hacerme reconocer que yo la padecía, porque había demasiadas cosas sospechosas: yo era una adolescente, estaba gorda y vomitaba… ¡el diagnóstico era tan claro que solo un tonto no podía haberse dado cuenta! Y vosotros pensaréis «ahora llamarán a sus padres, les pondrán al corriente de la situación y les recomendarán buscar ayuda psicológica o psiquiátrica». Por supuesto que no. Si mi profesora de biología había deducido tan bien lo que me ocurría, sin duda alguna no iba a fallar en el tratamiento: contárselo a todo el mundo para que me ayudaran. Y en un mismo día pasé de ser «la chica que estaba mala y tenía que salir corriendo de clase para vomitar» a la bulímica del colegio, que daba mucha más categoría.

Podía haberme suicidado, sí. Pero preferí decirle a mi madre que llevaba teniendo dolores de tripa y vómitos durante varios días y después de mucha investigación resultó que simplemente me sentaba mal la leche de vaca. Por las mañanas desayunaba leche, la leche me sentaba mal y me revolvía entera. El resto del día no tomaba leche y no tenía problemas. Cuando no desayunaba, no tenía dolores. Blanco y en botella: sí, leche. Era así de simple.

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