El otro día estaba hablando con una amiga, una de estas conversaciones banales del día a día, y me pregunta de pronto “Oye, ¿has leído lo de Samanta Villar?”. Y me reí. “¡Claro! Como para no leerlo, si está en todas partes”. “¿Y cómo es que no has escrito nada sobre ello?”. “¿Y por qué iba yo a escribir sobre esto?”.

Sé que ha sido un tema puntero y que ha sido muy trending estos días poner a parir a Samanta. Y, además, su sentir es totalmente contrario al mío, así que sí, bien podría haber escrito una buena parrafada. Pero a: en líneas generales, va contra mis principios atacar el sentir de otra madre y b: yo no sé escribir si no es de manera honesta. Y es que no, no podía escribir en contra de otra madre por declarar que está cansada, que antes era más feliz o que ha perdido calidad de vida. Ni siquiera por escribir un libro sobre ello, que es lo que se extrae de todos estos dimes y diretes de estos días. Porque si esa es su verdad, pues qué menos que tener derecho a expresarla, aunque sea feo. Los tabúes, ya sabéis, alimentan monstruos.

Tenía claro que no escribiría sobre este tema, hasta que me encontré con una declaración en una entrevista a Teleprogramas en la que le hicieron la pregunta clave: “¿Cómo has tenido tiempo de escribir el libro?” y respondió Samanta “Porque lo dejé preparado antes del parto”. Bueno, bueno, ¡el acabose! ¿Cómo se puede ser tan mezquina? ¿Sólo porque sabía que la polémica vendería escribió un libro sobre lo malo que es ser madre ANTES de ser madre? “¡En cuanto llegue a casa me pongo a escribir!”, pensé. Pero en esto que mientras llegas a casa y no vas dándole vueltas a la cabeza, porque entre toda esta vorágine de críticas y escándalo parece que hay algo que no encaja. Así que llego a casa y me pongo a indagar un poquitín, y… Ah, vale. Esto ya me encaja más:
el libro trata sobre la reproducción asistida y su proceso de ovodonación, desde un enfoque “honesto y real”. Parece un libro dirigido a un público muy concreto (lo que reduce ventas) para contar “lo que a ella no le contaron”. En una entrevista dice, además, que “lo que le gustaría transmitir en su libro es, a esas parejas que viven la reproducción asistida con ansiedad, un poco de paz”.  Pues no parece una mala intención, ¿verdad?

¿A que ha venido, entonces, todo este revuelo? A que ha hecho declaraciones sobre su maternidad en las entrevistas de estos días que a muchas nos han parecido, a priori, feísimas y a que, además, se han confundido esas declaraciones con el contenido de su libro. Y, aunque así fuera, que digo yo que es un libro dirigido a gente adulta, capaz y responsable de elegir sus propias lecturas. Yo nunca leería un libro que hablara de lo horrible que es la maternidad, porque para mí la maternidad no es horrible, pero si alguien necesita que otro alguien ponga en palabras su propio sentir, pues es de lo que se trata, ¿no? ¿No ha de tener todo el mundo derecho a sentirse comprendido?

En fin, que de tanto verlo y pensar en ello, al final, sí que me ha apetecido escribir una parrafada para Samanta. ¡Ay! Samanta…

Tienes razón: el primer año es muy duro. Seguramente el segundo, el tercero y el cuarto también. Yo tengo treinta y tres años y mi madre aún se preocupa por si iré abrigada o si comeré bien. Creo que será duro siempre. Pero ¿sabes? Te entiendo. En los primeros años  una se pierde. Porque intentas encontrarte a ti misma y no estás. Porque te buscas como eras antes, pero es que antes no eras madre, y por eso no te encuentras. Se tarda un tiempo en darse cuenta de que esa tú que buscas está ahí, al fondo, en la base de la nueva versión de ti. Una versión tal vez mejorada. Y es cierto que el entorno no ayuda, porque los demás, claro, te esperan como siempre y sin embargo ya no estás. Y te sientes una decepción constante.

Es agotador, siempre. Porque maternar en solitario cansa y nos falta calor. Porque las visitas vienen a coger a los niños pero nadie se ofrece a sacarte la basura. Porque el dinero puede comprarte unas pizzas para no tener que cocinar, pero el repartidor no se queda un rato a hablar contigo y preguntarte cómo estás. Porque muchas aún somos esas mujeres que no quieren permitirse llorar, y durante meses necesitas hacerlo una y otra vez: sólo llorar sin saber por qué.

Pero, ¿sabes qué? Todo eso pasará. Es duro, sí. Es difícil, claro. Pero pasará, no te quepa duda.

Nosotros antes también teníamos una buena calidad de vida, de esa de salir a cenar todas las semanas, ir al cine cuando queríamos o escaparnos de repente a Roma porque sí. Ahora hemos perdido eso. ¡Si hay veces que tenemos que programar hasta ir a hacer la compra al súper! Pero, joder, Samanta, vale la pena, de verdad que sí. Oír a tus hijos gastarse bromas y estallarse en risas; cada vez que te abrazan y te dicen que te quieren; llenar las paredes con sus dibujos; su cara la primera vez que se atreven a nadar solitos; cada flor (y habrá millones); que tu hijo se hinche de orgullo porque “hoy se ha levantado el primero y te ha hecho el desayuno”; cuando te dicen un día que quieren ir a no sé qué museo y piensas “¡Dios! Lo estoy haciendo bien”. No se pierde la calidad de vida: hay que saber encontrarla en otras cosas.

Tú misma dijiste que tu filosofía, cuando intentabas ser madre, era que “tenemos tantas cosas buenas que tenemos la obligación de ser felices, aunque no consigamos tener hijos”. ¿Y qué ha cambiado? ¿Por qué no ser feliz ahora, con todo lo bueno que tienes?

No estás obligada a ser feliz. Tienes todo el derecho a estar cansada, a preguntarte a veces qué coño has hecho con tu vida, como hemos hecho todas en algún momento. Pero… ¿Recuerdas cuando de pequeña tu felicidad estaba en comerte un Phoskitos viendo los dibujos o en jugar un rato en el parque los días de sol? La felicidad no se va, Samanta. Sólo cambia. Igual que tú. Date tiempo para encontrarla. Para encontraros a las dos.

Hasta entonces, fuerza.

___

Foto destacada: jessicagomezautora.com