Queridos míos, decidisteis empezar a adosaros en mi cuerpo de manera progresiva cuando apenas era una niña de 9 años; y, aunque no recuerdo la primera vez que me llamaron gorda por vuestra culpa, sé que el comentario de la persona de turno me dolió y me obligó a percatarme de vuestra −hasta entonces para mí desapercibida, pero para los de mi entorno molesta− existencia. ¿Cómo chuches habíais llegado a formar esa lorza que me veía en el espejo?, ¿desde cuándo turrón habíais acampado a vuestras anchas por mi culo y mis caderas? Y, sobre todo, ¿quién bollo os había dado el derecho de hacerme diferente, cómica, deforme, a ojos de los demás?

Pues, obviamente −como no tardaron en señalar el médico, el omnisapiente cuñado y la típica amiga de−, la culpa la tenían mis malos hábitos alimenticios, la falta de un ejercicio más intenso y mi preocupante manía de calmar los ataques de ansiedad con la comida más basura y grasosa que pudiera encontrar en el momento (¡cuántos expertos nutricionistas aparecen!). Así que, como sabéis, lo cambié. Todo. De principio a fin. Con mucho sacrificio. Y, a día de hoy, puedo jactarme de llevar una vida saludable: sigo −que no hago− una dieta equilibrada, me mato tres veces por semana en el gym y he conseguido rebajar considerablemente mis niveles de ansiedad con unas buenas dosis de frungimiento salvaje. Y estoy muy orgullosa. ¡Olé yo!

Pero sigo estando gorda.

Vosotros, puñeteros kilitos sobrantes, seguís ahí, pesando, abultando; y, aunque ahora me resbalen estrepitosamente los comentarios gordófobos (¡algo es algo!), cuando me miro al espejo sigo pensando «esa no soy yo», «esa imagen no se corresponde con lo que soy por dentro». Y me repatea un poco. Porque la única alternativa que me ofrece ya el endocrino es la cirugía. Y me jode mucho. Porque eso significaría deshacerme de todos vosotros casi de golpe. Y, ¡joder!, ME A-TE-RRA. Porque, si no me reconozco ahora, menos me voy a reconocer cuando en menos de un año pase de la talla 52 a una 42.

Y es que no sé no ser gorda.

Me desconcierta tener que aprender a vivir de nuevo sin vosotros, porque, aunque seáis solo una inanimada masa de grasa acumulada, me habéis aportado muchísimas cosas. Cosas de las importantes: habéis alejado de mí a las personas que no merecían la pena, que estaban vacías o podridas por dentro, y habéis atraído a las verdaderamente bonitas, a las interesantes; me habéis enseñado a reírme de los complejos y a ponerme seria con los prejuicios; en definitiva, me habéis hecho una mujer fuerte y decidida. Se dice pronto… Ah, ¡y no nos olvidemos de lo que hemos ligado con este par de melones gordos!

En fin, queridos míos −porque todavía sois míos−, si al final decido deshacerme de vosotros de una vez por todas, quiero que sepáis que os voy a echar mucho, mucho, mucho, muchísimo de menos. Mi querida e infalible armadura…

Os quiere,

Najima Caeli

 

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