Hace tres años me salió un trabajo en Madrid y me vi obligada a trasladarme a esta ciudad de un día para otro. Creí que el tema de buscar piso sería la odisea de mi vida, ¡pero tuve suerte! El primer piso que vi, ¡me lo quedé! Era un poco caro y me iba a obligar a vivir con un presupuesto ajustado, pero el piso era precioso, mi habitación… es que fue amor a primera vista, tenía una de esas estanterías de obra a modo de cabecero de la cama, y dormir arropada por todos mis libros y adornos me pareció, de repente, una necesidad.

El piso lo compartiría con una chica, que ya llevaba viviendo allí un año, y que parecía bastante maja. Siempre estuvo pendiente de mí, me preparó una cena de bienvenida, me ayudó muchísimo en los primeros días en Madrid, cuando yo no sabía ni cómo sacar un billete de metro… y pronto nos hicimos amigas.

A los dos o tres meses de empezar a vivir con ella noté alguna actitud rara, como que había épocas, dos o tres días seguidos cada mes, en los que ella no se levantaba de la cama. La primera vez pensé que estaría enferma, la segunda, que tendría una recaída, que los catarros hasta que se curan… la tercera ya empezó a mosquearme, sobre todo porque me di cuenta de que cuando le daban sus épocas de «estoy muy cansada», no comía. Ahí es cuando empecé a preocuparme.

Como solo llevábamos medio año viviendo juntas me daba un poco de miedo meterme donde no me llamaban, así que me costó mucho decirle, por fin, un día, que si tenía algún problema y que podía hablar conmigo. La primera vez solo me dijo que tenía anemias muy fuertes y que eso era terrible, que era una sensación de no poder ni incorporarse en la cama, como un cansancio extremo. Yo la creí, porque nunca había tenido anemia en mi vida, y oye, ¿por qué iba a engañarme?

Con el tiempo me fui dado cuenta de que la cosa era más seria de lo que parecía. Y de que me engañaba más de lo que yo creía, también. Además, siempre hablaba de ella misma en negativo «soy un desastre, soy lo peor, siempre me salen las cosas mal, es todo culpa mía»… Estas solían ser sus frases más recurrentes.

Cuando estaba «de buenas», era una buena tía, divertida, pero cuando estaba «de malas»… era difícil de tratar. Lo que pasa es que, poco después, dejó de estar de buenas. Dejó de tener días buenos. Se metió en una espiral de negatividad que me asustó. Dejé de saber cómo relacionarme con ella porque no tenía ni idea de por dónde me podía salir.

Yo solo era su compañera de piso, y no sabía qué hacer. Cuando veía la ocasión, hablaba con ella para hacerle ver que estaba mal, pero nunca funcionaba. A mí me reconocía cosas, pero luego nunca hacía nada. Gracias a esta página, Weloversize, pude entender lo que le pasaba: quizás tenía una depresión. Un día se cruzó en mi muro de Facebook un artículo sobre lo que siente una persona cuando tiene depresión y yo lo leí y lo vi claro. Aún así, no tenía ni idea de cómo actuar.

Mi compañera de piso cada vez estaba peor y eso afectaba a nuestra relación en casa. Cada vez tenía más despistes, cada vez salía menos de su habitación, cada vez tenía los horarios más descontrolados (por ejemplo, se ponía a limpiar a las dos de la mañana, cuando yo dormía) y, lo peor de todo, cada vez era más difícil hablar con ella.

Enseguida empezó a afectarme a mí su actitud. Porque un día se dejaba la vitrocerámica encendida, otro día se ponía la música a tope a las tantas de la noche y otro día invitaba a casa a desconocidos que conocía a través de apps y siempre se liaba alguna, discutían y luego ella se quedaba fatal. Yo empecé a estar nerviosa solo por el hecho de llegar a casa pensando ya «a ver qué ha hecho hoy, a ver qué ha liado» y eso ya fue lo último de lo último.

Decidí que me cambiaría de piso. Pero me costó muchísimo hacerlo. Me sentía muy culpable, como si la estuviera abandonando. Además, nunca encontraba el momento de decirle «que me quiero mudar». Yo pensaba que si se lo decía ella se lo tomaría fatal y sería lo peor, así que lo iba posponiendo y posponiendo y cada vez era todo peor.

Finalmente un amigo me avisó de que quedaba una habitación libre en su casa y con esa excusa me fui. Ahora todo ha vuelto a la normalidad para mí, y aunque hayan pasando ya seis meses, sigo sintiéndome culpable. Sigo reprochándome que nunca hablé claro con ella, que nunca le dije «oye, yo creo que te pasa esto, y necesitas ir al médico», y suelo pensar que es probable que ella siga pasándolo mal a día de hoy y que yo no le di la ayuda que necesitaba.

Todavía sigue siendo difícil para mí enfrentarme a esto. Siento impotencia. Porque cuando es un familiar o tu pareja la que tiene depresión, no es que sea más fácil tratarla, pero al menos hay una relación de confianza. Cuando es tu compañera de piso, o una amiga, o un compañero de trabajo, y tienes que ver a diario cómo sufre, cómo se hunde… eso no se lo deseo a nadie. Si todos estuviéramos más familiarizados con la depresión y hubiera más información, quizás podrían evitarse estos casos en los que pasan años y todavía no sabes cómo ayudar a una persona. La tienes que dejar pasar de largo para que no te lleve a ti con ella.