Desde siempre me he sentido gorda. Y digo sentido porque ahora pienso en qué estúpida fui, porque la época en la que usaba una 40 fue la peor época de mi vida, quizá porque me junté con quien no debía, quizá porque era influenciable; sea por lo que fuere, me sentía y me veía horrible en un mundo en el que, la que entonces era mi mejor amiga, se quejaba y lloraba porque la 34 no le entraba. Esta chica me enseñó muchas cosas, entre ellas lo cruel que puede ser la gente y cómo pueden conseguir hacerte sentir como una mierda o peor, hablando claro.

Tenía 16 años cuando la conocí, y pronto se acercó a mí ofreciéndome su amistad en una clase de bachillerato en la que estábamos todos un poco perdidos sin nuestros compañeros y amigos desde siempre. Como soy bastante desconfiada, no le hice mucho caso y seguí a lo mío, aunque al final terminé cediendo y, bueno, supongo que nos hicimos amigas. En aquel momento no lo sabía, pero esta chica iba a hundirme y a acabar conmigo, a llenarme de complejos que nunca había tenido y que a día de hoy lucho por eliminar de mi vida.

Un día salimos de compras, a por un modelito para lucirnos el sábado noche, y cual fue mi sorpresa cuando ese día, cuando quería probarme una falda, me espetó un «con eso no vas a tener camiseta que te tape los michelines, mejor compra un pantalón». Yo, obediente, dejé la falda, cogí un pantalón ancho y no compré nada más. Y a partir de aquí comenzaron una serie de palabras que hicieron que cambiase por completo.
Todo estaba relacionado con el cuerpo, con el físico. Si me pintaba los labios, parecía una puta. Si me ponía tacones, era demasiado alta. Si llevaba pantalones ajustados, se me marcaba la barriga. Y si comía, engordaba. Con 17 años dejé de desayunar, al volver del instituto tiraba la comida a la basura aprovechando que estaba sola en casa, no merendaba y apenas cenaba un vaso de leche. Y así durante un par de meses en los que bajé bastante de peso, pero que seguía sin ser suficiente.

Con 18 años un chico que conocía empezó a mostrarse interesado en mí, y antes de que pudiera decir nada, la frase de «¡cómo le vas a gustar, si estás gorda!» me llegó al alma. Lloré. Lloré muchísimo. Me encerré en mi habitación y no quise hablar con nadie porque estaba totalmente convencida de que nadie me iba a querer porque era gorda. Porque mi amiga, que me cuidaba y se preocupaba por mí me decía las cosas claras para que luego no me llevase la patada. «Sólo te quieren follar porque tienes las tetas grandes, por eso se te acercan tanto por la noche» era la verdad absoluta, porque yo no valía, no valía para nada, sólo para acompañar.

Las palabras de esta chica estuvieron en mi mente muchos años, y a veces vuelven a retorcerme y a romperme por dentro y por fuera. Intento ser mejor de lo que era en aquel entonces, intento hacer la cosas bien por mí, no por nadie más, pero mentiría si dijera que la mayoría de mis problemas de autoestima no surgieron esos años, y también mentiría si dijera que lo tengo totalmente superado, pero me esfuerzo cada día en que no sea así. A veces deseo dar marcha atrás y decirle cuatro cosas bien dichas, otras veces me alegro de haber vivido eso porque aprendí que el físico no es nada, que lo importa es lo de dentro, lo que tenemos en la cabeza.
Y esto es lo que quiero que sepáis, que aunque lo intenten, aunque parezca que estén ganando, nunca podrán con nosotros porque tenemos algo que no tienen, algo que quieren tener, y por eso nos atacan con tanta fuerza. Somos especiales, únicos y maravillosos, y nadie ni nada nos podrá quitar eso.