¡Qué mala es el hambre, sobre todo cuando no se tiene! A lo mejor os parece que acabo de decir una tontería, pero que levante el pubis la primera persona que no haya comido alguna vez solo por saciar sus ganas de comer, sin darse cuenta, quizás, que ni siquiera tenía hambre.

Se suele decir que uno de los mayores placeres de la vida (de la vida en el primer mundo, por darle el toque social a mi artículo de hoy) es comer con hambre. Pero, ¿sabemos realmente qué es el hambre? Me arriesgo a que volváis a pensar que estoy tonti por plantearme una pregunta como esta, pero que sepáis que aquí una servidora olvidó, durante varios años de su vida, lo que era el hambre de verdad.

Esto puede sonar a que nací pobre, viví en la calle, un día encontré un décimo de lotería y me tocaron los millones, entonces viví a tope y comí más a tope, pero al final no supe gestionar mis ahorros y ahora vuelvo a estar en la miseria. En absoluto. Simplemente soy comedora emocional.

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Queridos lectores: muchos de nosotros, yo la primera, no sabemos distinguir el hambre del aburrimiento, de la ansiedad, del estrés, de la pena negra o incluso de la sed. No entendemos a nuestro cuerpo, no entendemos lo que sentimos, y un día se nos ocurrió que, para que nuestros sentimientos y emociones no nos estropeasen el momento, podíamos comenzar a cubrirlos con una fina capa de comida que, con el paso del tiempo, se convirtió en un camión del Mercadona dispuesto a descargar en nuestra boca.

El camión del Mercadona echándonos bollos (qué ricos los pinky’s, ¿eh?) es una bonita metáfora del trastorno alimentario que padezco: el trastorno por atracón, del que ya os habléConvertí la comida en la droga que paliaba mis problemas. No supe distinguir entre el hambre real, esa advertencia que nos envía nuestro cuerpo cuando considera que le escasean los alimentos que necesita para poder seguir funcionando, y el hambre emocional, una sensación que aparece de repente, que centra su atención en un alimento en concreto (por ejemplo, chocolate) y no desaparece hasta que te has puesto hasta el toto de aquello que tu cerebro te hizo creer que necesitabas.

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El hambre emocional lo originan, como habréis podido adivinar, las emociones. Reconoceréis las emociones gracias a Pixar. Ya sabéis: alegría, tristeza, miedo, asco, ira… y alguna más que no obtuvo un papel en la película. Nuestro desajuste emocional puede haber sido originado por mil causas diferentes, la cosa es que hemos ido enterrando, durante años, un problema que no supimos hacer frente con pequeños festejillos de comida que terminaron en atracones enfermizos.

La buena noticia es que, igual que aprendimos a comer para ocultar nuestra tristeza, nuestro miedo, nuestra ansiedad… podemos desaprender este camino, solo necesitamos un psicólogo o un nutricionista. O mejor: un psiconutricionista. La mala noticia es que vivimos en una sociedad que nos graba a fuego que la mejor manera de demostrar una emoción es transformarla en comida: ¿celebramos un cumpleaños? ¡tarta!, ¿conseguimos un nuevo trabajo? ¡cena con amigos!, ¿rompemos una relación? ¡tarrina de helado gigante!, ¿nos sentimos solos? ¡pizza y peli!.

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Ser comedor emocional no es el problema, el problema existe cuando no somos conscientes de que lo somos, por eso es tan importante saber diferenciar el hambre del hambre emocional. ¿La mejor manera de diferenciarlos? Fijándote en un par de detalles: si tu sensación de hambre va apareciendo de manera gradual y se sacia con cualquier tipo de alimento, es hambre de la de la buena; si tu sensación de hambre aparece repentinamente y fija su atención en un solo alimento y no desaparece hasta que consigues eso que deseas, es hambre de la menos buena. Si tienes hambre de la buena: come. Si tienes hambre de la menos buena, distráete. Y si necesitas ayuda para diferenciarlas y, sobre todo, para ponerle freno a tu hambre emocional, solo hay un consejo posible: pídela.