He llegado a ese momento de mi vida en el que prefiero echarme una siesta a ir de compras. Más bien digamos que estoy en esa etapa, no vayamos a convertir el fenómeno en algo común a la humanidad. Voy de un lado para otro, entre trabajo y más trabajo y, ¿cómo? ¿más trabajo?, además de los compromisos y las responsabilidades (le debo a mi casa que no la invada una comuna de cucarachas), pues como que lo último que pienso es en ir a escrutar montañas de prendas, buscar la talla desesperadamente -como desesperadamente buscaba Aidan Quinn a Susan (soy/era fan de Madonna)- para pelearme y sudar en un probador.

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Coincide esta etapa, además, con el momento en el que me siento más tía buena, más que a los 25 y muchísimo más que a los 20 (en serio, ¿en qué piensa la gente cuando se refieren a «las de 20» estando en el mejor momento de su vida? ¿Habéis visto mis fotos de por aquel entonces? ¡Suerte la vuestra!). ¿Mejorable? Sí, claro, todo es mejorable. Seguro que os habéis cruzado en vuestra vida con el típico profesor que nunca ponía el 10 porque la perfección no existe… Pero pese a poder mejorar esa celulitis (que, lo siento, el espejo del probador NO disimula), el estilo de vida a veces poco sano, o ciertas tendencias y conductas tóxicas que una coge con los años y que después no se pueden quitar de encima, como no puedes quitarte la purpurina tras una fiesta desfase… Lo cierto es que lo mejorable es una utopía.

¿Qué pasará cuando consigas esas piernas que parecen pasadas por Photoshop? ¿O esa cara con piel reluciente y siempre cuidada? ¿Qué pasará cuando corras cuatro veces por semana y hayas olvidado el sabor de la tarrina de medio litro que santamente no te saltabas cada semana, pero que ha hecho que te sientas mucho mejor y no mueras subiendo las escaleras?

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Pues pasará que nada cambia… O sí, cambia todo y no eres feliz, porque pasada la euforia del nuevo logro, hay otra cosa que no va bien o algo nuevo en lo que fijarte para cambiar. Somos seres de objetivos, alcanzar la perfección no es imposible… Es aburrido.


Seguro que puedo vestir mejor, o poner la lavadora más de una vez cada X semanas (no digo la cifra que luego me llamáis gorrina). Probablemente pueda dedicarle más tiempo al matojo de pelos anteriormente conocido como cejas que se oculta desde hace semanas bajo mi flequillo… Pero en vez de hacer todo eso, prefiero quedarme en la cama 15 minutos más, acurrucada en cucharita (joder, cómo me gusta la maldita cucharita, no hay nada mejor en el mundo), o decido pasarme la tarde del viernes leyendo un libro malo, malo…(podría también leer mejores cosas, pero no lo hago), incluso tomo la para nada genial idea de dormir apenas 4 horas una noche entre semana porque me quedo hasta las mil llorando a moco tendido delante del último capítulo de Mad Men.

Podría hacer y ser muchas cosas, pero soy yo, soy imperfecta y soy feliz.

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Os decía que ya no estoy en esa etapa de mi vida en la que me gaste la tarde yendo de compras… Y lo cierto es que hoy decidí darme una vuelta y pasar por todo el proceso pese a escuchar a gritos mi sofá, mi té con leche y mi portátil esperándome (para escribir el post de Weloversize, por supuesto…). Fui y nada ha cambiado, ¡fíjate tú! Moví como siempre todas las primeras capas de ropa, yendo siempre al fondo para encontrar la mía. No me sorprendí al no encontrarla pero me aventuré con una (o dos) tallas más pequeñas porque, efectivamente, estamos buenas, joder. Tuve un anunciado momento de crisis cuando la prenda era incapaz de salir de mi cuerpo a la altura de los muslos, hecho que no resultó sorpresivo cuando casi necesité la crema de piernas de Ross con sus vaqueros de cuero para hacerla subir. Más que ofuscarme, cogí el móvil para escribirle a una amiga y reírme del ridículo que estaba haciendo yo solita… y cuando conseguí recuperar mi cuerpo, me puse la ropa y volví a casa donde sí, pensé: «Hubiera preferido la siesta».

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