Tener trece años, ser gorda y estar obligada a saltar el potro, las vallas, hacer el pino y viceversa es una putada. Una putada de las gordas. Sabes que en ningún momento podrás hacerlo, pero, sobre todo, sabes por qué no quieres hacerlo.

Ambientemos la escena. Pongamos que estamos en una clase de educación física en la ESO (Educación Secundaria Obligatoria) con preadolescentes malcriados e insoportables capaces de hacer sufrir a una persona con burlas sobre su aspecto físico y, en el centro del patio, un potro dispuesto a ser saltado. Saltado o avasallado por tu culo al quedarte encajada cual montadora profesional de caballo. Solo que, en este caso, ni eres montadora, ni eso es un caballo, ni tú eres profesional.

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Yo siempre me negué a saltarlo. Me obligaron, pero seguí negándome. Yo defendía a muerte las características propias de los capricornio, cabezota a más no poder. Y, sinceramente, me importó una mierda suspender una asignatura que sabía que no iba a servirme de nada. Sí, de nada. Que me perdonen todos y cada uno de los profesores de educación física del colegio, pero, sintiéndolo mucho y con todo el dolor de mi corazón, esa asignatura del demonio no sirve para absolutamente nada, y no hace falta ser Einstein para comprobarlo. El tiempo terminó dándome la razón y, como es de suponer, yo me negaba a soportar lo que ya sufría por ser gorda; por ser diferente. Me negaba también a escuchar risas en el momento que mi enorme culo se quedara encajado en ese trozo de cuero marrón.

-Inténtalo al menos- me decía el profesor.

Mientras tanto, los demás niños, porque, en este caso, casi siempre han sido los chicos, los graciosos de la pandilla, se reían a carcajadas porque otra gordita más no había podido saltarlo y se había quedado encajada.

Ese profesor de educación física me jodió la existencia durante la ESO, a mí y a todas las amigas que compartían conmigo la “desgracia” de haber nacido con bastantes kilos de más, tener trece años, y sobre todo, tener una clase más de borricos que de personas.8XFnQHE8ms9IQ

También recuerdo que me acribilló la agenda de notitas con bolígrafo rojo. Sí, en mi colegio era habitual que, cada vez que hacías algo que no se correspondía con las normas de la institución o te portabas mal, tu agenda se llenaba de dedicatorias de color rojo para que tus padres supieran lo mal hijo o mala hija que eras. Me empapeló toda la agenda, simplemente, por negarme a que se rieran de mí, porque a esa edad una tiene mucho más sentido del ridículo que ahora, y, no le gusta ser el punto de mira ni mucho menos el centro de atención, aunque ya lo fuera por su estado físico.

“¿Que no quieres hacer el pino y estamparte contra el suelo?” Dame la agenda. “¿Qué no quieres que te cojan tus compañeros y compañeras a caballito?” Vuelve a darme la agenda. “¿Qué no quieres pasar por debajo de un banco en el que no te cabe ni la mano?” Ve a hablar con la tutora.

-Esa actitud es insoportable- Me decía.

Pero me hacía gracia que la actitud nefasta y malvada era la mía por cargar con un peso más grande que mis cien kilos, no de todos aquellos niños que se dedicaron a joder mi infancia y adolescencia con sus risas y habladurías, dejando alguna que otra secuela que, en la actualidad, todavía sigue persiguiéndome, a pesar de haberme quitado casi cuarenta kilos de peso, los cuales también se han marchado acompañados de mi autoestima y mi amor propio. gym-class

Sin embargo, un día me armé de valor y me decidí a saltar. No el potro, pero si las vallas. Aquellos objetos metálicos con rayas blancas y negras que me asustaban más que el coco de debajo de la cama. Iba decidida, con ganas, con tal mala suerte que mi rodilla fue a parar a la parte más dura de la valla, con lo cual, caí al suelo. Risas. Muchas risas. Muchas risas porque la gorda se había caído. Pero, el daño fue mayor al descubrir que, desde ese momento, mis rodillas ya no son las mismas. Que se mueven, que bailan sin apenas música, que cada vez que hago un movimiento brusco se dobla y me impide andar y llevar una vida, aparentemente, normal. El profesor lo arregló con un spray de réflex, pero las heridas que van más allá del físico nadie las curó. Ni yo misma he podido en todo este tiempo.

Y, a día de hoy, con veintitrés años, pesando sesenta y cinco kilos de peso, y con la rodilla jodida, sigo recordando a ese profesor que me amargó la existencia y, sobre todo, sigo reafirmando la frase que le dije a mi tutora, ya cansada de las risas y los desprecios.

“¿Acaso me sirve de algo saber hacer el pino para trabajar en un despacho?”.

He sobrevivido sin saber saltar el potro. Y, en ninguna oferta de trabajo de Infojobs, Jobtoday, o Domestika me han pedido como requisitos:

-Dominio de programas informáticos como Excel o Word.

-Agilidad en idiomas.

-Perfecta redacción.

-Saber saltar el potro, hacer el pino de tres apoyos y correr más de mil metros en menos de tres minutos.

Sobre todo, abstenerse a presentarse como candidatos o candidatas todos aquellos y aquellas que no tengan experiencia en este último requisito.

Autor: Sara Olivas.