Y así, en bucle, toda la vida.

Qué fácil resulta siempre aconsejar a otro. Dramas sencillitos o dramas complicados, todos ellos los vemos con una clarividencia más propia de cualquier bruja con bola de cristal. Pero ¡ay! amigos cuando el problema lo vivimos en nuestras propias carnes. ¡Cómo cambia la película y el discursito!

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Todos tenemos en mente millones de situaciones en las que alguien acude a nosotros con un problema o con cualquier historia, buscando consejo, buscando desahogo o simplemente comprensión. Y tú te sientes tan maduro, tan sabio, tan fuerte. ¡Cuánto hemos aprendido de la vida! Qué suerte tienen de tenernos a nosotros que, habiendo pasado ya muchas, venimos de vuelta y con las lecciones bien aprendidas, dispuestos a sentenciar con nuestros consejos y a iluminarles el camino. Que frustrante resulta ver como tu amiga, después de todo ese despliegue de sabiduría y después de tener clarísimo qué es exactamente lo que debería hacer (por favor, mundo!: Borren de su vocabulario las sentencias tipo “deberías” “tienes que”…), vuelve a ti a los dos días (o a la media hora) para confesar y entonar el mea culpa: es que no he podido evitarlo.

Y claro que no puedes.

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Te llevan los demonios y piensas, pero ¿cómo puedes ser tan ***** con todo lo que hemos estado hablando? ¿Con lo claro que lo veías?

Y lo peor es que lo entiendes. De verdad. ¡Maldita sea si lo entiendes!

El problema de todo esto es que en esta ecuación, siempre se nos olvida una variable: la emoción. Se puede empatizar y se puede entender al otro, pero claro, no es lo mismo que sentirlo. Porque cuando sentimos nos volvemos gilipollas.

Así, sin medias tintas: GI-LI-PO-LLAS.

Sentimiento anula razón. Y no queramos ponerlos en igualdad de condiciones porque sentimiento gana. Siempre. Es la piedra, es el papel, es la tijera independientemente de la baza que tenga la situación. A veces nos engañamos pensando que podemos controlar las cosas con la cabeza, pero el mundo no funciona así. Los seres humanos no funcionamos así. Se nos define como seres racionales y esto solo es verdad, hasta que se implican los sentimientos. Cuando hay sentimientos la cabeza no tiene nada que decir. O, aunque dice muchas cosas, los sentimientos tienen siempre una excusa que nos parece más creíble para rebatir a la razón. Porque son más fuertes.

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Porque los sentimientos tienen que ver con lo que buscamos y la cabeza tiene que ver con lo que queremos proteger.

La clave está en saber ver en qué momento nuestra búsqueda se torna demasiado peligrosa. En ver cuándo lo que queremos es de verdad lo que buscamos. Porque NO es lo mismo. A veces queremos cosas en un momento, pero no son lo que buscamos. Estas cosas se llaman deseos. Y los queremos porque el reto que suponen, la necesidad que sentimos, la idea que nos imaginamos de lo que son nos hace confundir lo que buscamos.

Y desde fuera se ve cristalino.

Eso es lo que pasa cuando las historias son de otros. Que solo escuchamos el alegato de la razón, que es la única de todos que también se dirige a nosotros. Porque desde fuera no se oye, no escuchamos, lo que tiene que decir la emoción. Y nos falta esa parte del discurso.

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