La primera vez que oí hablar de las operaciones de reducción de estómago pensé: ¿cómo puede alguien dejarse tanto, o ser tan burro comiendo, para necesitar hacer más pequeño su estómago para perder peso? Y aquí estoy, varios años después, haciéndome la misma pregunta mientras me miro al espejo.

A ver, mi historia es bastante simple: siempre he estado gorda. Sin más. No es que perdiera mi hermosa figura a causa de una enfermedad física, ni porque me dejara demasiado, no. Simplemente siempre he sido gorda.
Claro que he tenido varios grados de gordura. Cuando estaba en el cole era la niña «rellenita»: no estaba gorda, pero tampoco era una niña delgada. Digamos que estaba delgada según el criterio de una abuela de pueblo. Después, en el instituto, empecé a coger peso porque me compraba las mismas chucherías que mis amigas que, delgadas, luego en casa no cenaban ni agua. Yo sí, claro, y no agua precisamente. No fue hasta segundo curso del instituto que realmente fui consciente de que era diferente. Y como es normal, fueron otros los que me lo hicieron notar «sutilmente». Pero aun así yo me miraba en el espejo y no me veía diferente. Grande, quizás; siempre fui una chica alta. ¿Diferente? Para nada.

Fui creciendo y engordando; en ocasiones, exageradamente. Pero para mí, no era algo de lo que alarmarse. Vale que con 16 años encontrar ropa en Brisca y en el Estradipitivarius era complicadillo, pero tampoco estaba taaaaaaan gorda, decía yo. De los 16 en adelante me hice un «viva la Pepa» con la comida. Hice dietas pero me cansaba, me frustraba,  me estancaba. Llámalo como quieras, pero el caso es que nunca perdí más de 6 kilos.
La paciencia de mi madre se agotó después de un año durillo en el que además estuve dos meses de reposo por una lesión (o sea, que no movía el culo ni para atrás) y el verano antes de mi primer año de universidad fui por primera vez al psicólogo, obligada por mi madre, por supuesto. Me dijo que tenía baja autoestima y yo la tomé por loca (a la psicóloga, no a mi madre). Loca yo.

En mi primer año de universidad, al verme sola y teniendo la cabeza vacía como la tenía, engordé mucho más. Kilos que intenté quitarme con una dieta a base de sobres de proteínas que me destrozó mentalmente. La dejé, como todas, pero ella me dejó a mí también. Me dejó con un sentimiento muy profundo de decepción y de valer poco (bastante hondo). Por esas fechas conocí a un chico con el que mantuve una relación (y digo relación porque es difícil de explicar y que suene bien) durante un año. Una relación tóxica de la que saqué un complejo de inferioridad y un sentimiento de ser menos que mierda aún más grande del que ya tenía. Y así, amigos, acabé en la consulta de un psicólogo con un diagnóstico de depresión y ansiedad y una prescripción para ir a ver a un psiquiatra. Del psiquiatra me escaqueé como el que no quiere la cosa volviendo a mi casa (cosas de jurisdicciones médicas), dispuesta a recomponer mi vida desde el principio como una niña pequeña: de la manita de mis padres.

Y ahora, tres años después, esto es todo lo que se me pasa por la cabeza al mirarme  al espejo. Y te miras (y remiras) y ahí lo ves todo: la pizza de «qué mal me ha ido el día», las patatillas de «no llego a estudiar todo para los exámenes» y, por supuesto, la hamburguesa de «un día es un día».  Ahora mismo soy una imagen deformada de lo que era, llena de estrías, con una talla 50 (eso en las tiendas más «majas») y un sentimiento de desesperación y arrepentimiento colosal.

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Hay veces que la vida es un poco puta, que tus ideas vuelven de la adolescencia y te muerden el culo (que para algo está mullidito, para que haya donde agarrar). Yo, que decía que los psicólogos eran para los locos y las cirugías de reducción de estómago  para los gordos que no se tienen respeto a sí mismos, me he plantado delante de un espejo y me estoy contando todo esto a mí misma (otra vez). Por eso fui a la consulta de un endocrino, a la de un cirujano, a la de otro psicólogo al que le conté toda esta verborrea que os he soltado antes y a la de un anestesista. Porque soy más que consciente de que sola con todos estos kilos no puedo.

Y cuando me dijeron que en mi primer artículo sobre la reducción de estómago plasmara mis impresiones pre cirugía, en lo único que podía pensar era en: ¿y ahora yo qué cuento?. Y solo se me ocurrió una cosa, lo que yo me preguntaría a mí misma hace seis, siete años: ¿por qué?
Pues porque no me queda otra. He llegado a un punto en el que una dieta no bastaría. Que también la tengo que hacer, no os penséis. De hecho, ahora, a días de entrar al quirófano, vivo a base de agua con colorines y caldo de cosas. Pero eso ya os lo contaré otro día, que ahora no me llegan las calorías ingeridas para pensar, teclear y corregir lo que tecleo a la vez. Puf, no vaya a ser que pierda peso y todo.

Autor: Avi Saw