“Sí, te sorprenderá, pero no puedo saber qué es lo que te pasa si tú no me lo cuentas. ¿He hecho algo mal? Tal vez el problema no tenga nada que ver conmigo, pero llevo dos días repasando minuto a minuto cada palabra que ha salido por mi boca, cada mirada y cada gesto. ¿Sabes qué he encontrado? Nada. No hay nada. Y aun así, con la conciencia tranquila porque sé que no he querido hacerte daño, sigo rebobinando cada recuerdo en busca del momento exacto en el que te sentiste dolido.”

Probablemente esta escena te suena. Ya sea con nuestra pareja, amigos o familiares, todos hemos pasado por algo parecido. Es una sensación incómoda, como cuando después de un día de playa, llegas a casa y notas agua en el oído. Sabes que está ahí, pero por mucho que saltes a la pata coja el no se va.

Hay dos razones que llevan a una persona a callarse el cabreo. Una, evitar herir tus sentimientos. Piensa que una vez se le pase la mala hostia, será más sencillo mantener una conversación civilizada sobre el problema en cuestión. Tiene lógica. La otra, por desgracia muy común, es que cree que deberías saber lo que le ha molestado. Digo la más común porque los seres humanos, pese a haber sobrevivido siglos sin Nutella en el supermercado, somos jodidamente irracionales. Podemos tener dos caminos en nuestras narices, que siempre escogeremos el que está lleno de zarzas. ¿Por qué? Por orgullosos y gilipollas.

Resulta que callarte el cabreo no solo no soluciona nada, sino que empeora la situación. El problema es que creemos que somos el ombligo del mundo y que los demás, simples actores secundarios en nuestra película, llevan en el bolsillo un guion con todas nuestras reacciones apuntadas. Si algo nos sienta mal, solo tienen que desdoblar el papel y buscar el momento en el que la cagaron.

La dinámica del cabreo silencioso es sencilla. Quiere que le pidas perdón, pero no te dice qué has hecho mal. En vez de eso, barre los problemas debajo de la cama con la esperanza de que, por ciencia infusa o técnicas telepáticas dignas de Star Wars, recuerdes tu gran cagada.

Querida persona cabreada, lo malo de la vida real es que cuando dejas mierda sin barrer acaba volviendo como el Turrón. Si no sabe qué te ha molestado, volverá a hacerlo y no podrás reprocharle nada porque no hay mala intención. -Evidentemente, esto no es aplicable a cabreos por cosas obvias como unos cuernos, que te roben el Trono de Hierro o que tu compañero de piso, con los dientes más negros que el alma, niegue haberse comido el último paquete de Oreos-.

“Pero cómo no se va a dar cuenta de que la ha cagado”, piensas tú. ¡Sorpresa!, resulta que lo que para unos es una traición digna de película, para otros es la mayor gilipollez del mundo. Es lo que tiene la vida, hay cosas que a ti te molestarán y a los demás no. Yo tengo arrebatos criminales cuando me roban comida y mi mejor amiga saca la lista de morosos si alguien le debe 20 céntimos. El umbral del cabreo es así.

Es tentador imponer una guerra fría repleta de WhatsApps tipo “no me pasa nada”,  “solo estoy cansada” y “tú sabrás”, pero el rencor es un veneno que tomas esperando que muera otro. Sí, puedes guardar una semanita de silencio. Puedes quitar la hora de la última conexión y el tick azul. Puedes leer todos los artículos de la Cosmopolitan sobre pasivoagresividad. Puedes demostrar tu cabreo de muchas maneras sin decir explícitamente que estás cabreado/a, pero también puedes ahorrarte horas, días o semanas de mala hostia gratuita y decir las cosas claras. Tú eliges.

Buena elección, Kim.