Siempre he visto el amor y el proceso de amar a otra persona como aprender a tocar un instrumento. Algo hermoso y ciertamente complejo, requiere familiarizarse y empezar de cero, ser paciente y sobre todo, ponerle muchísima pasión, dedicarle tiempo y dedicación. Por eso es tan terrible cuando llega el momento de deshacerse de él.

Vivimos una era de gran incertidumbre, y no es fácil abandonar ese instrumento que has aprendido a tocar con tal maestría, cuando llevas mucho tiempo con otra persona la relación es casi como un acto reflejo que dominas a la perfección, tus dedos se mueven solos a través de las cuerdas de su alma, y cuando llegáis al clímax podéis componer juntos una melodía trascendental y única. Sin embargo llega un punto donde ocurre lo inevitable: el instrumento se desafina, y la música que era capaz de cautivar y emocionar hasta al corazón más frívolo se vuelve súbitamente estridente, frustrante, carente de sentimiento, tus dedos se vuelven rígidos y empiezas a presentir lo peor: se avecina el final del concierto. 

Muchas veces no queremos darnos cuenta, a pesar de que todas las señales están ahí: el cansancio, el agotamiento, la gente del palco que se levanta y te dejan absolutamente sólo. Pensabas que tu último concierto sería increíble, que te despedirías por todo lo alto con tu obra magna que sería elogiada por siempre. Pero la realidad es otra, las luces se apagan, y te echan a patadas del concierto, fuiste el mejor músico de tu época y ahora a duras penas puedes acabar una composición. Las historias de amor tampoco suelen acabar en su punto álgido, si acaso pueden acabar bien, pero siempre tenemos esta imagen mental de que cuando llegue, el momento será perfecto, y sin embargo ves tus peores partituras salir a la luz, cuando llega el momento sólo unos pocos valientes pueden afrontar lo inevitable antes de que, sin previo aviso, el telón baje definitivamente.

Supongo que éste es el relato del amor que hemos tenido siempre, que sería perfecto y eterno. Y que el amor es una estación de destino. Tomas los billetes de ida hacia aquel lugar ansiado, te pones cómodo en el vagón del tren y esperas a que los acontecimientos se desarrollen. Pero un día, llega el final del viaje y ves que nada era como imaginabas, la ciudad de luces y magia que esperabas puede ser un páramo hostil y vacío. Entonces es cuando piensas: ¿qué ha sido de mi viaje? ¿Qué ha ocurrido durante todas las horas que he pasado en el vagón?

Y ahí es cuando empezamos a darnos cuenta de que la vida no es un destino, y que lo mejor de ella precisamente puede estar entre esos vagones del tren. Quizá no podamos ser los conductores del tren, quizá sólo estemos en manos del azar y de la suerte (eso que muchos llaman destino) y tengamos que dejarnos llevar por las vías, pero mientras dure el viaje tú eres el único que decide cómo será, con qué intensidad puedes vivirlo. Deja de acomodarte y mirar el paisaje, píntalo. Escribe sobre aquello que ves, ansías y anhelas. Cántale al viaje y a la vida para que sepa que eres tú el que decide su transcurso. Cambia de vagón y conoce gente, come lo que más te guste en el restaurante. Y nunca renuncies a besar con intensidad a aquella persona a la que amas, puesto que atrás en la estación dejaste todos tus miedos.

No hacen falta las emociones negativas en tu viaje, pues pesan demasiado en tu equipaje, asegúrate de llevar aquello que te convertirá en alguien mejor, porque la única persona que conocías con certeza es la que entró en el tren, nunca sabrás quién serás cuando tengas que bajarte. Y cuando la noche caiga y el silencio imponga su reino, que lo único que rompa la paz y la calma sean las notas de tu nueva obra, que tocarás con un nuevo instrumento, ese nuevo amor, que tocarás tembloroso al principio y que poco a poco irás comprendiendo, conocerás cada parte de él como si fuera tu propio cuerpo. Y lo tocarás como nunca hiciste, pues todo lo que ha ocurrido antes ha sido parte de tu aprendizaje, todos tus errores y aciertos, todas tus sonrisas y lágrimas, todo ese material formará parte de esa corona que debes llevar con orgullo mientras proclamas bien alto: soy dueño de mi destino.

Sólo resta una consideración: no te preocupes por amar y dejar de hacerlo, por la gente que va y viene y las caricias que debes aprender a volver a dar, todos somos pasajeros en este tren, todos tenemos un destino diferente en el cual debemos pararnos. Pero eso sí, mientras compartamos vagón, lo tengo muy claro. Hagamos música juntos.

Autor: Juanaco.

Imagen destacada: Leonardo Patrizi.