He decidido comentar esto con vosotras porque estoy harta. Estoy harta de la gente que se escuda en una supuesta preocupación por tu salud para llenarse la boca diciendo lo que deberías hacer, lo que no deberías comer o cómo deberías vivir. Estoy harta de que se nos diga continuamente que tener kilos de más no es sano, que muevas el culo y que pierdas peso porque, evidentemente, si estás gorda es porque eres una vaga que come donuts hasta para desayunar, para comer y para cenar.
Pues no, y para demostrarlo voy a contar mi historia. Una historia que se inició cuando tenía 10 años y que ha empezado ahora un nuevo capítulo cuando voy a cumplir los 28 (si, he estado a dieta, a ejercicio y a más dieta durante 18 años de mi vida, que se dice pronto… y ese dato me asusta).
Todo empezó cuando fui al pediatra un día y le dijo a mi madre que estaba en el límite del peso aconsejable para una niña de mi edad y de mi estatura. Esas palabras fueron las que marcaron el antes y el después en mi vida. A mí, como es normal, me daba exactamente igual lo que dijera esa señora. Era feliz merendando con mis amigos al salir del colegio, jugando a videojuegos mientras cenábamos una pizza, pero ahí apareció la sombra de: “la niña está gorda, tiene que hacer dieta”. Y así empecé. Comencé cenando poquito, comiendo ensaladas o comiendo complementos sustitutivos en las comidas… Y si, había épocas que adelgazaba, pero es que a mí siempre me ha gustado muchísimo comer. ¡Quitadme el oxígeno, pero dejadme la comida quieta! Total, que siempre me moví con unos kilitos de más (pero nunca pasé del límite aconsejado)
La cosa es que he nacido en una familia de personas muy delgadas. Personas que además no les gusta mucho la comida, y les da igual comer un poco de tortilla de patata que unas acelgas (si, existe gente así). Y aunque yo nunca tuve obesidad, lo cierto es que poco a poco fui aumentando el asco que sentía hacia mí. Les miraba a ellos, con su talla 34 o 36 y yo me sentía enorme y, por supuesto, asquerosa. Con 14 años ya llevaba 4 años de dietas, no me dejaba hacer fotografías y eran muchas las noches en las que lloraba pensando que era el ser más despreciable del mundo.
Y así fue mi vida, entre dietas y ansiedad por el miedo a engordar hasta que llegué a la universidad y con ella llegó mi primer novio. Y ahí me relajé. Me dejé de dietas, me dejé de agobios y chicas, engordé. Engordé un par de tallas y a mí me daba igual, porque estaba contenta y feliz…
Seguramente ahora os estaréis preguntando “¿y cuál es el problema? Al final pudo superó sus problemas y empezó a quererse a si misma”. ERROOOOOOOOOR. Nada más lejos de la realidad. Mi burbuja de felicidad estalló un día de improvisto cuando sufrí un pequeño percance con un familiar de mi entonces novio del que un día me atreveré a hablar (solo he podido expresarlo en voz alta en un par de ocasiones, imaginaos el trauma).
Total, que volvió la obsesión como nunca había sido. Dejé, literalmente, de comer. Me alimentaba con una ensalada al día y un café por la mañana y así logré perder 10 kilos en dos meses. Evidentemente no hice sino obtener alabanzas, críticas que se creen positivas (¡ahora si que estás guapa!, ¡si es que con lo mona que eres de guapa solo te falta dejar de comer un poquito!) y con eso me emocioné. Me veía muchísimo más guapa, más animada pero… llegó el pánico a engordar y a perder todo lo que había conseguido. Me autoimpuse una dieta de no más de 700 calorías al día y las llevaba contadas. Me pesaba dos o tres veces al día y me entraba ansiedad si comía algo que me pareciese demasiado calórico (un plato de pasta, por ejemplo).  Por fortuna, la situación mejoró un poco… y conseguí rebajar la ansiedad al ver que no ganaba peso. Pasaba épocas más pasotas con otras de dietas extremas (como la de tomar una sopa durante 7 días para perder 10 kilos, una dieta que se usan en ciertas clínicas para que los pacientes obesos pierdan peso antes de ser operados del corazón, imaginaos lo loca que estaba).
Pero oh… resulta que seguía viéndome gorda. Daba igual mi talla, me veía gorda. Y ahí descubrí las maravillas que hace el deporte. En mi último año de carrera engordé por estar viviendo en una residencia (cocinaban demasiado bien y me emocioné). Me puse como meta entrar en un vestido de la talla S para la graduación (no había otro en la tienda) y empecé a correr… Y como todo lo que me pasa… lo que empezó siendo algo sano acabó siendo una obsesión. Corría 7 días a la semana, 5 kilómetros al día. Daba igual que lloviese, que estuviese enferma, que me doliese la pierna (tuve problemas en la cadera) porque si corría eso significaría que no iba a engordar y al menos podría comer un poco más. ¡JA! ¡JA! ¡JA! Eso de comer un poco más me duró dos meses porque entonces empecé a racionar la comida sin dejar de hacer el deporte y las alabanzas se multiplicaron, las expresiones de sorpresa al verme eran lo habitual (¡no pareces tú, estás guapísima!, gracias maja….).
¿Y sabéis qué es lo que más me jode de todo este asunto? Que NADIE salvo mi padre se planteó la posibilidad de que no estuviese siendo sana. ¿Por qué? Porque estaba delgada. Ni más ni menos. Porque entraba en una 38 de Zara, vestía la 36 a veces y era deportista. ¿Que luego no comía? ¡Qué más da! ¡No está gorda, está sana! Da igual que coma como un conejo y se mate a ejercicio porque entra dentro del canon de belleza de la sociedad y el canon es bueno. Lo que se sale es malo, pero lo que está dentro siempre es bueno. Sin excepción.
Pues no, no estaba sana y no lo estaré en un buen tiempo por culpa de la locura de esos años. Tuve que conocer a mi ahora marido para, poco a poco, darme cuenta de que me estaba haciendo mucho daño y que lo mío no era vida. ¿Sabéis? He engordado. Me he permitido el lujo de comer todo lo que estuve soñando desde que tenía 14 y si… he ganado un par de tallas, pero también he empezado a disfrutar de la vida.
¿Que por qué digo que no voy a estar sana en una temporada? Porque desde hace un tiempo me venía sintiendo muy cansada, me hicieron análisis de sangre y se percataron de que no tengo hierro. Estoy a menos de la mitad del mínimo que debería tener. Vamos, que debo tener tres células de hierro montándose un fiestón por mi organismo y claro, eso cansa. No mejoro con los tratamientos y eso es porque, según palabras del médico, me he destrozado el cuerpo con las dietas. Mis células han estado tantos años recibiendo menos calorías de las necesarias que no se acostumbran a recoger el hierro necesario y lo consumen. Las tengo muertas de miedo, vaya, pensando en que se van a quedar sin sustento. Trastorno de déficit de hierro latente. Y aunque ahora no es grave, me han advertido que los que lo sufren suelen acabar padeciendo cáncer si no le ponen remedio. Se trata de un comportamiento anormal de las células que suele derivar en problemas más gordos. Ahora tengo que comer más y mejor. ¿Y si engordo? Da igual, porque al menos estaré sana.
Todo este rollo que os he contado es para callarles la boca a los imbéciles que dicen que la delgadez es salud y que tener kilos de más es síntoma de problemas. MENTIRA. Lo que es síntoma de problemas es la ansiedad, el agobio y las locuras.
Y la buena salud consiste en comer bien, en dejarse de tonterías, en quererse a uno mismo y, sobre todo, en ser feliz y dejar ser felices a los demás.
Así que tú, troll de las cavernas que a menudo te disfrazas de amante de la comida sana, del deporte y que vienes a dar consejos cuando NADIE te los ha pedido, te suplico que cierres la boca y que pienses un poco más antes de hablar porque puedes hacer mucho daño a quien te escuche. No conoces la situación en particular de la persona que tienes delante y hay gente que no ha nacido para entrar en una talla 36… Un momento… y si ha nacido pero se la suda hacerlo… ¿a ti que te importa?

SiraRe