El otro día me puse a ver vídeos caseros de cuando era niña, de esos que almacenan momentos decisivos de tu vida (como la obra de teatro en la que hiciste de árbol número cuatro o la primera vez que usaste con éxito el orinal),  y hubo uno que me llamó especialmente la atención. Yo tendría unos seis años y estaba en un parque acuático subiendo a toda prisa las escaleras que llevaban a lo que a mi parecía el tobogán más alto e increíble del mundo. Pero toda mi emoción se convirtió en angustia existencial en cuanto llegue arriba del todo y vi que no había un tobogán gigante e increíble, no, había dos. Uno azul y otro rojo, por lo demás, aparentemente iguales. Digo aparentemente porque para mí los dos eran completamente diferentes y maravillosos, y ahí empezó mi gran dilema: “¿Cuál elijo? El rojo es mi color favorito, pero es que el azul parece más inclinado… Pero el rojo parece que va más rápido… Pero el azul tiene más agua…”

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Después de un buen rato pensando y varias quejas de los demás niños de la cola porque estaba haciendo tapón, al final me pareció que lo más lógico era no tener que decidir, así que tomé aire, cogí carrerilla… Y me tiré por los dos.

Bueno, o eso intenté. Mi brillante plan terminó con un esguince en la pierna y la consecuente bronca de mi madre, pero esa no es la historia que quería contar.

Se me da fatal tomar decisiones. Básicamente, soy incapaz de elegir. Y quizás en una niña de seis  años y con la ayuda del melancólico formato VHS y el ambiente noventero parezca tierno y adorable, pero veinte años después ya no hay filtros que nos dejen ciegos perdidos de nostalgia y la realidad se ve tal cual es.

Ser indecisa es una mierda porque todos los días hay que tomar decisiones. Tienes que decidir si quitarte las lentillas cuando llegas de madrugada o pasar el día siguiente parcialmente ciega, si irte a dormir a una hora razonable o ver otro capítulo más de Juego de Tronos o si pruebas otra vez a dejarte flequillo o asumes de una vez por todas que no es para ti.

 Y cuando has decidido todo esto vienen las decisiones de verdad, las que te hacen querer meterte debajo de las sábanas y no salir nunca más: qué vas a estudiar, qué trabajo es para ti (si tienes la suerte de elegirlo, que eso ya es difícil) dónde vas a vivir, cómo vas a pagar el alquiler… Pero es que esas son solo un poco difíciles comparadas con decidir quiénes son tus amigos, dónde están tus límites, qué (o quién) es importante y qué no lo es tanto, y la decisión que personalmente más fobia me produce: cuándo intentarlo una vez más y cuándo cerrar definitivamente el capítulo.

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Como siempre dicen eso de que hay que conocer al enemigo para poder vencerle, decidí ir a la librería en busca de algún libro que hablara de la indecisión. Cuando empecé a buscar por las estanterías, me di cuenta de la cantidad de cosas que se habían escrito sobre el tema y, como no podía decidirme por uno, me los llevé todos, lo cual en realidad estuvo bien porque me solucionó mi eterna duda de qué cocinar: hamburguesas de un euro durante una semana para que mi bolsillo volviese a respirar.

En los libros decían que una persona es indecisa cuando tiene miedo a perder. ¿A perder qué? Pues a perder la opción no elegida, claro. Miedo a que cuando ya hayas elegido te des cuenta de que lo que tú querías era lo otro, que la otra opción era la buena.

Miedo a que cuando hayas elegido playa en vez de montaña, de repente la arena pegada en la piel te parezca insoportable porque en realidad tú, de toda la vida, has sido más de campo que las amapolas; miedo a acordarte de la hamburguesa completa de la carta mientras te comes el salmón a la plancha, del vestido que dejaste en la tienda porque ese mes te habías propuesto ahorrar y del tobogán azul mientras te deslizas por el otro, porque de repente te has dado cuenta de que el color rojo ya no te gusta tanto.

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¿Cómo se soluciona entonces el problema de la indecisión? ¿Cómo dejo de tener una crisis de identidad cada vez que tengo que elegir el regalo de cumpleaños de mi suegra?  Pues en esto, como en todo, no hay soluciones universales ni fórmulas mágicas, pero esto es lo que me  ayudó a mí a cambiar el chip:

Uno de los libros que leí aseguraba que para dejar de ser indeciso había que eliminar el miedo a perder. Parece lógico, ¿no? Si habíamos quedado en que el miedo a perder es la causa principal de la indecisión, lo eliminamos y asunto arreglado. Pero, ¿cómo se hace esto? ¿Cómo hacemos desaparecer un miedo que en realidad está justificado (porque, efectivamente,  cada vez que elegimos vamos a perder algo)? La clave, según el libro, estaba en cambiar el enfoque y aprender a relativizar.

Cuando elegimos perdemos algo siempre, sí, pero también ganamos algo y es ahí donde tendríamos que poner nuestro foco de atención. Centrarse en lo elegido en vez de en lo descartado y aprender a disfrutarlo sin echar continuamente la vista atrás a mirar el otro camino. Y aquí venía la parte de la relativización: entender que, elijamos lo que elijamos,  en realidad ninguna de las opciones va a ser tan horrible como la hemos imaginado ni nuestra vida va a terminarse por habernos equivocado (a menos que la decisión haya sido meterte en una jaula de leones a la hora de comer o ir al Primark de Gran Vía un domingo).

Y, bueno, si después de todo,  el salmón que has elegido en lugar de la hamburguesa tiene unas espinas que ya quisiera el tiburón de Spielberg y el tobogán por el que te has tirado huele sospechosamente a pis, a relativizar otra vez y recordar el refrán: no hay mal que cien años dure.

Bea Legidos