Siempre he odiado los circos; me dan un miedo terrible por eso de que siempre van acompañados de un montón de gente disfrazada de payaso diabólico. Aún así, hace años, mis amigas me convencieron para entrar en la casa de los espejos de una feria ambulante. La sensación fue inquietante. Mi imagen repetida hasta el infinito por el derecho y el revés, de perfil y de frente. Y lo peor es que en casi ningún reflejo me reconocía; estirada como un chicle, achatada por los polos, midiendo dos metros o sin levantar dos palmos del suelo. Salí de allí, además de horrorizada, con una sensación de déjà vu que me acompañó varios días… hasta que me metí en un probador y me acordé de los jodidos espejos.

Tengo una talla 44 desde que tengo 15 años. He llegado a ver un 42 en la etiqueta de alguna falda o algún vaquero elástico, pero lo cierto es que mi talla es la que es y desde que pasé la horrible adolescencia y me acepté, para mí no es más que un número impreso en el interior de una prenda de ropa. Ojalá pudiera viajar en el tiempo, como la de la lejía, y decírselo a mi yo del pasado: “Elísabet, a las tallas ni caso, que no dicen nada significativo de la persona que eres. Y suelta ese cigarrillo, so imbécil.”
Con mi talla 44, con mis redondeces en las caderas, mi tripita cuando me siento y mis hoyuelos en los muslos, meterme en un probador es elevar a la enésima potencia el horror de una casa de los espejos. Cuatro paredes enclenques revestidas de cristales en cuyos reflejos no puedes confiar. Una vez me compré unos pantalones en H&M pensando que me quedaban como un guante y cuando llegué a casa… el guante era de boxeo y me dio un puñetazo en la cara. Hay botones que entrarán en sus ojales, pero cuando las costuras se te clavan en el innombrable y se te duermen los labios vaginales internos… hazme caso: no es tu talla. Por experiencia te lo digo.
La verdad, no comprendo las ventajas de un espejo como esos. Nunca me ha gustado que me cuenten mentiras y menos cuando son innecesarias. No necesito tener una piernas alargadas hasta el infinito ni que el reflejo me muestre a una Elisabet dos tallas más delgada. ¿Quieren decirme que así es como yo tengo que querer ser? Me da la sensación de que hasta en ese detalle me imponen un modelo en el que “debo creer”. ¡Cojones, tened tallas para todas y no harán falta trucos de espejos!

Hace días que vengo pensando que necesito otros vaqueros. Tengo muchos, pero casi todos pasados de moda. ¿Por qué no los tiro? Porque encontrar unos pares que me suban sin problemas y con los que me sienta cómoda no es tarea fácil y por más que mueran del asco colgados en el armario, su existencia me recuerda que un día fui capaz de triunfar sobre el denim. Dicen que la moda es cíclica, ¿no? Quizá dentro de quince años vuelvan a llevarse las perneras de campana.
Así que armada hasta los dientes de valor y paciencia, me paseo entre los expositores de las tiendas. Decido ir sola, porque mi marido se cabrea, se cansa, se sienta en el suelo y termino encontrándolo en la sección de complementos poniéndose gorros de pelo. Paso de todo… hoy necesito tranquilidad.
Después de un rato me doy cuenta de que las tallas debieron haberse ido de fiesta anoche y están de resaca. 44 que entran pero sientan fatal, 44 que no entran, 44 que te piden que ni siquiera te molestes en cogerlas. 44 que te piden un ibuprofeno.
Y yo en el probador resoplando, sudando, despeinada, luchando para que algo que debería estar a la altura de mis caderas suba de la pantorrilla. Es mi talla y lo sé porque tengo otros pantalones del mismo modelo en otro color. ¿Entonces por qué cojones no abrochan? Tengo la sensación de que alguien en la cadena de fabricación iba borracho… y no es por señalar a nadie, pero máquina de etiquetado… pinta que te pasaste con el whisky.

¿Qué está pasando?¿Qué pasa con nosotras, las que tenemos un cuerpo con curvas? Pero curvas de las de verdad, no de las que adornan las portadas de una revista cuando ésta decide hacer “especial cuerpos reales” que de reales deben tener lo que yo de plusmarquista. A veces tenemos la suerte de que nos vengan, otras no. Es como jugar el bingo, pero sin las abuelitas ludópatas.

Me siento abandonada por la moda. ¿No tengo derecho a vestirme de tendencia y a ponerme lo que me salga de la pepitilla? Además, soy de esas personas un pelín sensibles que se mosquean y no entienden que por encima de la 44 se trate de “tallas especiales” pero no suceda lo mismo con las que pasean por debajo de la 36. Algo está pasando y no es bueno.
Estoy muy a favor de que se potencien costumbres de vida saludables, pero lo que muchas veces nos olvidamos de recordar es que no todos somos iguales y no tenemos por qué serlo. No me hizo falta jamás meterme en una 38 para hacer las cosas que he hecho en esta vida. Ahora, a los treinta, entiendo que dos cuatros no son peor que otro número por muy por debajo que esté éste, pero aún recuerdo los dieciséis años y… no fue una experiencia grata.
Así que abandono los cinco pares de vaqueros que he intentado en vano probarme y me marcho a casa despeinada, sudada, desanimada y sintiéndome incomprendida. Mis carnes secundan el sentimiento.
Al llegar a casa encuentro a mi señor marido comiendo galletitas saladas en el salón, con una sonrisa. Le odio durante unos segundos por estar delgado, pero luego se me pasa. O no.

– ¡Hola xuxa! – me dice. (Sí, tenemos apodos absurdos, como casi todas las parejas)
– Grrrr.
Supongo que, después de doce años ha aprendido a descifrar lo que significan mis gruñidos. Están los “grrr” de “hola, ¿qué tal?, no he tenido un buen día”, los “grrrrññ” de “no tengo el chichi pa’ farolillos” y los “grñgrñgrñ de “voy a arrancarte la cabeza”. El caso es que viene detrás de mí y cuando me siento en la cama, él lo hace a mi lado.
– ¿Qué pasa?
– ¿Por qué no podré ser de esas chicas que compran vaqueros sin tener que pelear con ellos? – digo sin mirarle.
– Porque entonces no serías tú.
– Sería yo con vaqueros.
Él sonríe, como si supiera el secreto de la Coca Cola y se va, anunciando que va a preparar la cena. Sé que a él le da igual que entre o no entre en los dichosos pantalones y supongo que eso debería reconfortarme.
Me quedo mirando cómo sale de la habitación y me pregunto qué podrían hacer unos vaqueros por mí misma.

Nada. Son solo vaqueros. Pero, ¿para qué mentir? me gustaría poder ahorrarme la frustración que me genera que una industria como la de la moda me deje de lado.