Dicen que no hay nada peor en esta vida que una ex-gorda. Pues qué queréis que os diga, yo llevo mucho peor lo de ser ex-delgada. A las ex-gordas se les atribuye un ego sobradísimo y un sentimiento de superioridad que quita el sentío, pero de verdad os lo digo, para mí lo quisiera yo, porque las ex-delgadas de lo único que podemos ir sobradas es de centímetros de cadera.

Yo fui delgada. Yo sé lo que es entrar en una talla 38. Yo sé lo que es comprarse un vestido y que te quede estupendo sin ningún esfuerzo. Yo sé lo que es ir a una tienda y que te puedas comprar la ropa que quieras según tu gusto personal, no según lo que te disimule la barriga. Yo sé lo que es pasar desapercibida y no suscitar ningún tipo de comentario grosero. Sé lo que es ir al médico y que no atribuyan cualquier dolencia a tu sobrepeso. Sé lo que es no sentir vergüenza al desnudarse en público. Pero también sé que todo eso pertenece ya al pasado.

Y dicen también que uno no llega a valorar realmente lo que tiene hasta que lo pierde, y yo perdí mi talla 38, mi talla 40, mi talla 42, mi talla 44 y mi talla 46. Aunque quizás no debería decir que las perdí: simplemente las cambié. Las cambié por unas buenas hamburguesas, que por cierto, me supieron a gloria.

burgers

Empecé a ser oficialmente ex-delgada cuando me fui a vivir a Estados Unidos. Los Estados Unidos de América, tierra de la obesidad mórbida… ¡yo no podía ser menos! A favor de este país diré que no todo el mundo es gordo y no todos llevan una alimentación de mierda. En su contra diré que hay millones de lugares repletos de menús hipercalóricos que lejos de dar bastante asquete (como asquete me da a mí el KFC, por ejemplo) tienen una comida que te quieres morir del gustico. ¿Y qué vas a hacer, no comértela?

Dicen que donde fueres haz lo que vieres, pues bien, queridas amigas, yo me fui a vivir a los States y me probé todas las hamburguesas y todas las pizzas de Nueva York. Pasado un año me volví a España con una maleta llena de experiencias, un montón de buenos recuerdos, y, como ya os habréis imaginado, unas cuantas tallas de más. Se fue una persona, volvió otra completamente diferente. Y parece que la nueva yo no pudo pasar desapercibida.

Qué bonito es eso de volver a tu España querida después de un año haciendo las Américas y que lo primero que te diga la gente sea «madre mía, con lo guapa que estabas». Perdóneme señora, que yo he sido guapa de toda la puta vida. A lo mejor he venido más gorda, pero no se me confunda. Y eso cuando te dicen algo, porque para otras personas aún sigue siendo de una mala educación terrible hacer un comentario sobre el culo de negra que te has traído del otro lado del océano, y aunque sus labios te estén diciendo lo mucho que se alegran de volver a verte sus ojos están gritando: «¡GORDA, GORDA!».

No estoy feliz por estar más gorda. Pero por favor, tampoco quiero estar triste. La gente cambia, los cuerpos cambian, hay incluso quienes, con el paso del tiempo, se quedan calvos. ¿Vamos a odiarlos por eso? No me importa que me digas que estoy más gorda, porque es verdad, y créeme: la primera que se dio cuenta fui yo. Pero qué manía tenemos con hacer sentir mal a la gente cuando engorda y en alabarla cuando adelgaza. Sigo siendo la misma persona. ¿Con más kilos? Pues sí, pero vamos a intentar encontrarle el lado positivo: menudas tetas se me han puesto.

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