Recuerdo la primera vez que escuché hablar sobre los pantobillos. Sí, esos tobillos tan gordotes que son una prolongación de la pantorrilla y que heredamos de nuestras abuelas tantas y tantas mujeres.

Fue en una conversación entre amigos cuando estábamos en la uni. Un colega que en aquella época era muy cercano le dijo a otro:

¿Entonces ayer pillaste?

– Sí joder, fue increíble, de hecho creo que vamos a quedar de nuevo.

– Pero a ver, si te estás planteando algo más… tendrá tobillo fino, ¿no?

– Pues si te digo la verdad ni me fijé.

– Joder macho, si tiene pantobillo pasa de ella. Ya sabes que las que tienen el tobillo gordo se echan a perder cuando se casan y se ponen focas.

No intervine en aquella absurda conversación. Probablemente porque por aquel entonces yo tenía 20 años, tobillos gordos y carecía de la autoestima y seguridad en mi misma que gasto ahora. Me limité a agachar la cabeza y tratar de olvidar aquella información que clasificaba a las mujeres casaderas por sus tobillos. Vomitivo.

Años más tarde volví a escuchar un argumento similar de un conocido que aseguraba fijarse en los tobillos de las mujeres mucho antes que en cualquier otra cosa. Que en las primeras citas hacía todo lo posible por poder vérselos (no me pregunto qué clase de argucias aplicaba en invierno para desnudar los pies de la chica en pleno diciembre) y decidir en base a si eran estilizados o no, si seguiría viéndose con ella.

En esta ocasión si alcé la voz y le saqué los colores delante de un montón de gente. Acepto que cada uno tenga sus preferencias personales, pero no puedo tolerar que se hable de mujeres como de ganado ni tampoco que se den por ciertas leyendas absurdas sobre la relación entre el tamaño de los tobillos de una mujer y sus hábitos alimenticios.

Pensé que esta fobia a los pantobillos era algo puntual, pero cosas de la vida, el otro día llegué a un foro (y de ahí a otro, y a otro) en el que pude leer perlas como estas:

Mujer de tobillo fino, polvo divino.

La mujer y la yegua han de ser de pata fina.

Pues es algo en lo que fijo mucho cuando veo a una chica: en sus tobillos. Deben ser estrechos y estilizados, soy capaz de rechazar un acercamiento y posterior relación con una tía porque tenga los tobillos anchos.

Si son gordos acabará siendo gorda.

Las patas de elefante descartadas. Qué asco. 

 

Sigo vomitando. Y no es porque yo tenga los tobillos anchos (que los tengo, pero no me afecta), sino que pienso en esa amiga que hace siglos no se pone una falda corta por miedo a enseñar las piernas. En mi prima que tiene 15 años y hace búsquedas en Google para adelgazar. En mi compañera de curro que evita cierto tipo de sandalias por miedo a poner la atención en sus tobillos.

Y es que se supone que estos comentarios deberían darnos igual. Lo que piensen o quieran los hombres en esas materias debería entrarnos por un oído y salirnos por el otro, pero seamos realistas, no siempre es así. Sobre todo a edades tempranas cuando tú única meta en la vida es encajar.

Su fobia se convierte en nuestra fobia y eso es algo que NO debemos tolerar. ¿Que a ellos no les gustan tus pantobillos? Pues tú ponte las faldas más cortas, las sandalias más llamativas y luce tus jamones para quien sabe apreciarlos: TÚ MISMA.

Rompamos con las exigencias que ellos mismos se inventan para mantenernos sometidas. Saca tus pantobillos al sol, y al que no le guste, QUE NO MIRE.

Autor: Fattie Bradshaw