Vives rodeada de mujeres perfectas. Se levantan a las 6 de la mañana, hacen el desayuno para ellas y su prole y se ponen tacones y pintalabios rojo para ir a la ofi a pelearse con jefes y compañeros y clientes y colaboradores para demostrar que, además de guapísimas, también son inteligentes y competentes y entregadas y profesionales e incansables y agresivas o empáticas, lo que haga falta.

Y después de 8 horas de curro van a yoga o a pilates o a correr (ah, no, a hacer running) o a recoger a los niños al cole, si les toca a ellas y no a su compañero, claro, que es además el gran amor de su vida y un maravilloso padre y un gran cocinero. Aunque también están las mujeres perfectas solteras, que pueden con todo ellas solas y no necesitan a nadie que les dé mimos, que total para cuando les apetece tienen dos o tres amantes que follan como los ángeles. Y si no toca amante, toca jugar un rato con sus hijos y hacerles la cena que hay que comer sano, y llevarlos a dormir pronto y leerles un cuento y luego sí, qué paz, qué maravilla la soledad, copita de vino y una buena novela, que hay que nutrir el cuerpo y el espíritu. Y tú las observas (están por todas partes) y te preguntas cómo coño lo harán para llegar al final del día con esa piel tan luminosa y con ganas de preparar una cena que tú ni los domingos, oye.

Y te miras al espejo y piensas joder, niña, qué ojeras, y eso que el despertador ha sonado a las 7:30 y al final te has levando a las 8 porque ay, qué sueño, venga un ratito más porfa que si no empiezo el día ya cansada y al final es peor. Pues te tenías que haber levantado antes, que al final no te ha dado tiempo ni de ir a la piscina porque se te ha atragantado la entrega y has tardado el doble de lo previsto, que te organizas fatal. ¿Y esa arruga? Ayer no estaba. Pues ya ves, otra para la colección. Y qué raíces, a ver si vas a la pelu que ya te vale, pareces un paso de cebra. Y depílate de una vez, que luego te quejarás de que no pillas, cómo vas a pillar si la idea de que te toquen las piernas hace que se te pasen las ganas de tener ganas. Mira, lo hago mañana, que ahora tengo hambre. Pues a ver cómo te inventas tú una cena, que tienes la nevera que hace eco, que hace una semana que no vas al súper y ya no hay dónde rascar. Jo, es verdad. Y las miras de reojo, porque siguen ahí, las mujeres perfectas, que además tienen la cocina limpia, no como tú, y dices tengo que preguntarles que qué se meten, que cómo lo hacen, que tú te conformarías con hacer la mitad de cosas y estar la mitad de guapa al final del día.

Pero en un momento de lucidez mientras preparas unos spaghetti aglio e olio porque no hay otra cosa, te dices que no, que eso de (intentar) ser perfecta ya lo has probado durante demasiado tiempo y no ha funcionado, que ya lo decía tu primo, «es que la quieren perfecta», y estuvo muy agudo pero habría atinado más si hubiera dicho «es que se quiere perfecta». Y cuando te querías perfecta, eras más productiva y eficaz y organizada y autodisciplinada y era todo mucho más fácil pero también más aburrido. Y luego un día clic, algo cambió, te cansaste de cabrearte contigo misma cada vez que hacías algo mal y empezaste a reírte de ti, o contigo, qué más da, empezaste a ver(te) el lado cómico y a quererte un poco más, y a perdonarte tus fracasos. Y por fin lo entendiste, que ni eres perfecta ni lo serás nunca, que resulta que no solo eres fuerte e independiente y valiente e irónica y trabajadora y determinada, que también eres miedosa y susceptible e insegura y vaga y lunática y soñadora e ingenua y frágil, sobre todo frágil, y has aprendido a quererte hasta cuando no te entiendes. Las miras de reojo, a las otras, no puedes evitarlo, pero te dices que no, que eso no es para ti, que qué pereza intentar imitarlas. Pa qué.

Eso sí: mañana vas a la pelu, sin falta. Porque además de imperfecta, eres incoherente hasta la médula.

Ana Gárate