Rosa fue una niña que nació en la época de la postguerra. Pasó su infancia cuidando de sus hermanos, del ganado y de la casa. A duras penas pudo asistir al colegio para aprender a leer y a escribir. No tenía muchas cosas y pasaba mucha hambre, pero al menos tenía a su familia.

Rosa creció y se convirtió en una mujer muy fuerte y muy guapa. Trabajó de todo lo que pudo para llevar más y más dinero a casa. Pretendientes no le faltaban, aunque al final solo uno consiguió enamorarla. Se casaron y tuvieron dos hijos: primero, una niña, y doce años más tarde, un niño.

Rosa siguió trabajando: trabajando en la limpieza, en la casa y en sus hijos. Su marido no ganaba lo suficiente y lo poco que conseguía, lo malgastaba. Poco a poco, dejó de ser el galán con el que se casó. Rosa aprendió a base de golpes, literalmente hablando, que cuando llegaba a casa enfadado, lo mejor era no llevarle la contraria.

Los años pasaron y sus niños dejaron de ser niños. Su hijo se convirtió en un hombre y comprendió que los buenos hombres – y las buenas personas – no deben tratar así a las mujeres – ni a nadie –, así que cogió los pocos ahorros que tenían y se llevó a su madre de aquel horrible hogar.

En la nueva ciudad en la que se instalaron, el hijo de Rosa estudió y empezó a trabajar para mantenerlos a los dos. También fue en esa ciudad donde conoció a una chica, con la que años después se casó. Fue así como nació la nieta de Rosa.

Los recuerdos que tengo de mi abuela Rosa son solo una pequeña parte de todo el tiempo que pasé con ella.

Recuerdo, cuando yo tenía 8 años, que pasaba la mayoría de tardes en su casa. Recuerdo las meriendas de bocatas de queso, los juegos de cartas y las tardes en el parque. Recuerdo cómo presumía de nieta delante de sus amigas – ¡pero cómo les gustan a las abuelas las niñas rellenitas y los mofletes gorditos! -, cómo me preguntaba la lección del libro de la catequesis y cómo nos reíamos con los concursos de la tele. Recuerdo que todos los sábados por la noche, cocinaba para mis padres y para mí la mejor tortilla de patata del universo. Recuerdo que siempre estaba sonriendo, que le encantaba cantar y que a pesar de que no tuvo una vida fácil, era feliz.

Pero, por otro lado, también recuerdo que tuvo un ictus. No le quedaron muchas secuelas de aquello, pero pasó un largo tiempo ingresada en el hospital. Fue en aquel entonces cuando le diagnosticaron Alzheimer.

Después de aquello, volvió a su casa y retomó su vida normal. Parecía que el nombre de aquella enfermedad solo había aparecido en un mal sueño. Pero, poco a poco, empezaron las pequeñas cosas. Un día le faltaba dinero y echó la culpa a mi padre de haberlo robado. Por supuesto, para ella no cabía la posibilidad de que lo hubiera cambiado de sitio y se le hubiera olvidado dónde. Otro día, salía de casa a comprar el pan y de repente, no sabía dónde estaba y no podía volver.

Mis padres comenzaron ir a diario a su casa y contrataron a una cuidadora para el resto de las horas. Empezó por no saber el día en el que estábamos, luego fue el mes, y finalmente, el año. En su mente, era 1950 y cuando había elecciones, tocaba votar a Franco. Empezó a olvidar primero las cosas más recientes, y poco a poco, las más lejanas en el tiempo. No recordaba haber estado en el hospital ni tampoco cómo se llamaba su nieta, pero era capaz de relatar cada detalle de su infancia.

Dentro de ese tornado de confusión, tenía pequeños momentos de lucidez. En uno de ellos,  pidió ir a una residencia. Ella siempre se había valido por sí misma, pero ahora que no era capaz, no quería ser una carga para nadie. Sin embargo, las residencias de ancianos no son acogedores lugares donde los viejecitos echan partidas al parchís y cuentan batallitas. No. Son sitios donde un grupo de personas mayores miran la tele con los ojos vacíos. Hablan solos. Gritan. Lloran. Incluso se escapan, si pueden. A los que peor están, les da todo igual, y los que están mejor, se deprimen viendo su propio futuro en los demás.

Así, mi abuela, aquella mujer vivaz, alegre y cantarina, se perdió poco a poco en el camino. Primero dejó de reír y con el tiempo, de hablar. También empezó a no comer y finalmente, a no caminar. Enfermaba cada vez con más frecuencia hasta que, finalmente, se apagó.

Hoy soy quien soy gracias a aquella mujer abnegada, fuerte y risueña. Hoy, años después de que se haya ido, aún la recuerdo, y lloro y río a la vez. Hoy, y desde hace tiempo, entendí la importancia que tiene la investigación y el trabajo sobre el Alzheimer y otras patologías cerebrales, y por eso he hecho de ello mi profesión.

El día en que escribo esto, 21 de septiembre, es el día mundial del Alzheimer, esa enfermedad que se lleva parte de tus seres queridos y de la que aún queda mucho por averiguar. Cuidad a vuestros mayores, dadles todo el amor que necesiten y si empezáis a ver comportamientos extraños, no tardéis en acudir a vuestro médico.

Gracias por leerme,

Cris F.