Hace un par de semanas recibí un mensaje que me partió el día por la mitad: ‘Tere, ha muerto Sorela, no sé si te has enterado, lo siento muchísimo’.

Aún no sé describir qué sentí, porque realmente aún no sé exactamente qué siento. He dejado que pasen varios días antes de sentarme a escribir porque, qué le vamos a hacer, dramas de una romántica, no era capaz de redactar nada que tuviera sentido.

Es difícil, al menos para mí, sacar en claro qué siento hacia Pedro, el que considero el mejor profesor que he tenido en mi vida. Es difícil porque no es mi familiar, no es mi amigo, tampoco lo puedo considerar conocido. Fue mi profesor, pocas fueron las conversaciones ‘personales’ que tuvimos, pero sin embargo, ha calado tan hondo en mi persona que no sé cómo clasificar el huracán de emociones que me provoca su marcha.

Cuando leí el mensaje lloré. Lloré muchísimo. Más de lo que he llorado por personas que realmente han sido cercanas a mi día a día. Lloraba y lloraba y no sabía por qué. Solamente podía pensar ‘pero tronca, si en realidad ni lo conoces, sólo era tu profesor’. Ya joder, pero qué profesor.

Lo primero que hice fue meterme a Twitter para revolcarme bien en el drama, escribí su nombre y me dediqué a leer todo lo que se escribía sobre él. Fue Trendic Topic, sí, un profesor de universidad. Escribieron miles de personas su nombre ese día y lo podéis considerar superficial, pero a mí me pareció precioso. Estudiantes, compañeros de trabajo y amigos dedicándoles un trocito de su tiempo para decir lo maravilloso que era, lo mucho que habían aprendido de él, lo gran profesional que fue.

Cuando terminé de leer lo que otros habían escrito sobre él me dediqué a leer lo que él y yo nos habíamos escrito. Leí todos y cada uno de los e-mails que nos habíamos enviado durante seis años y ahora mismo, de acordarme, se me encoge el corazón. Como si yo fuera una adolescente enamorada a la que su novio la ha dejado. Maldito Pedro, qué enorme eras.

Ese día me llamaron o escribieron unos diez compañeros de la carrera, con alguno de ellos no hablaba desde hace años, todos para preguntarme que cómo estaba, que se habían enterado y que enseguida habían pensado en mí. Joder, qué cosa tan bonita, ¿no?

Pues mal chavales, estaba mal. Estaba hundida en la mierda, aún lo estoy un poco. Llevaba sin ver a Pedro dos años enteros, cuatro desde que tuve mi última clase con él y me dolía tanto pensar que ese ser humano ya no estaba paseando por la Complutense que yo no sé.

No os imaginéis a un profesor enrollado que te alegraba las mañanas y no ponía exámenes. Nada de eso. Era un señor exigente, serio, comprometido, dispuesto a enseñar y a aprender. Era un borde, le tenían miedo, no se cortaba un pelo para dar notas que cortaban como cuchillos, comentarios que herían el fondo de tu alma, miradas que te atravesaban el cerebro.

A pesar de todo eso nos hacía pensar. Mucho y bien. Nos hacía esforzarnos, superarnos, retarnos a nosotros mismos. Nos ponía prácticas imposibles: escribe sobre una tapa que no sea de comida, redacta un texto que no se mueva, cuéntame qué piensa la estatua del caballo que hay en la universidad, dame un texto que lleve sangre, mira ese cuadro y dime qué te dice.

Nos hacía escribir, era un maldito profesor de la carrera de periodismo que nos hacía escribir. Y eso era todo lo que yo quería hacer, escribir. Nos hacía escribir, pero también nos obligaba a leer. Mucho y bien, de calidad. Su examen no era de redacción, su examen eran preguntas sobre Los Miserables, sobre Esta noche la libertad, sobre Si esto es un hombre. 

Luego nos dio una extensa lista de libros imprescindibles en la vida, lista que pienso devorar porque creo que es la forma más bonita de honrarle y de mantenerle un poco vivo.

Cuánto me arrepiento de no haberle visto más, de no haberle escrito más, de no haber succionado un poquito más de su conocimiento.

Queridos, si tenéis en vuestra vida la maldita suerte de encontraros con un profesor de los de verdad, de los que se mueren por enseñar, de los que saber cómo enseñar, de esos que se motivan con la educación, de los que viven por y para transmitir lo poco o mucho que saben, por favor, exprimidles al máximo, absorbed cada palabra, disfrutad aprendiendo, enamoraros de esas malditas clases.

Si, por el contrario, sois profesores, de los de verdad, de los que quieren dedicar cada minuto de su vida profesional a dar lo mejor de ellos mismos, por favor: no desesperéis. No os desmotivéis, no os desinfléis, no os desgastéis. Intentad mantener la magia, la pasión, las ganas. Os prometo que los alumnos que aprendemos de vosotros os lo agradeceremos eternamente, aunque no seamos la mayoría.

Gracias por tanto, P. Espero volver a encontrarme contigo alguna vez.