Con la misma facilidad con la que se pasan las hojas de un libro, el tiempo ha pasado en mi vida. De noches deambulando sin rumbo hemos pasado a beber litronas en tazas después de subir 5 pisos en bucle –y sin ascensor- en medio de una mudanza. Y ahora, en ese sofá recién estrenado, en noches de tranquis porque mañana curramos, nos encontramos hablando de bodas, trajes y de un futuro marcado en una invitación. Y yo, que pensaba que ya había superado el escollo de irme de compras con mis amigas, me veo mordiéndome las uñas porque queriendo ser la invitada perfecta sólo me veo como la invitada gorda.

Y es que es ahora cuando empieza esa silente tortura donde te tienes que poner de acuerdo con tus amigas para elegir un único vestido de dama de honor. Ellas, tan guapas, delgadas y perfectas. Yo, con mis piernas enormes, mi cuerpo lleno de curvas sin sentido y un culo que se resiste a entrar en forros traicioneros que adoran quedarse enrollados en mis caderas. Y sin saber cómo ni por qué, aunque ellas no me miran con condescendencia ni desprecio, me siento un lastre por el que renuncian a vestidos de ensueño, de colores preciosos y cortes que algunas marcas insisten en que no son para mí.

No entiendo por qué en muchas tiendas parece que me castigan por mi talla 50 escondiéndome tras trapos que intentan que me avergüence de sentirme cómoda con mis imperfecciones. Y aunque a veces flaqueo o se me humedecen los ojos si peleo mucho con el vestido, he aprendido a reírme con mis amigas de las cremalleras que no suben, a callar a dependientas impertinentes y a celebrar con una caña que todavía no tenemos nuestro vestido de princesa y que no es por mi culpa.

Jessica Arcos