¡Hola, he vuelto!

Ya, ya sé que no sabéis quién soy yo, pero he vuelto. Tras muchos meses siguiendo esta web como lectora, hace unos meses me animé a publicar unos cuantos textos por aquí (¡gracias, admins!) , pero empezó a complicarse el curso y con ello lo del tema de escribir porque, veréis:

Soy opositora… y este año tengo examen.
Soy profesora, de lo que podéis deducir que soy puterina, a lo que quiera la Administración hacer de mí.

Es decir, que por primera vez me ha tocado preparar la oposición y trabajar a la vez. Mis problemas con la gestión del tiempo y la ordenación de prioridades ya darían para otro texto (o para un libro entero) pero no ha sido ese el motivo de romper mi silencio. El motivo ha sido otro escrito de esta página: «Cosas que posponemos para cuando estemos más delgadas». Tremendo texto.

Yo, como buena integrante del club de mujeres que tienen el armario lleno de «porsiacasos» (por si acaso engordo, por si acaso adelgazo, por si acaso vuelven a llevarse los pantalones de campana) había muchas cosas que no hacía a la espera de adelgazar; lo cual es un cojonudo modo de boicotearse a una misma.

Aquí una pequeña lista de cosas de las que me vetaba hacer:

Ir en manga corta en verano (superado a los 20)
Usar minifalda (superado a los 25).
Bañarme en bikini (superado a los 25)
Tatuarme (en proceso, buscando tatuador y diseño).
Hacer deporte (recién superado, a mis escasos 33).

Y ahora viene el meollo del asunto: el deporte.

Antes de continuar quiero que quede muy claro que, históricamente, mi relación con el deporte se había basado en dos sentimientos: el de impotencia y el de humillación. Daos cuenta de que, aunque no he sido gorda desde la infancia (muté durante la adolescencia, hace ya más de la mitad de mi vida) me han acompañado siempre estas dos circunstancias:

He sido asmática.
He tenido los pies ligeramente valgos (niñez con zapato ortopédico de regalo).

Doritos

A esto añadid las dos amigas que acudieron a mí de la mano de la pubertad: la obesidad y la miopía.

¿Conocéis esa ley de la física que dice que las gafas atraen los balones? Sacad vuestras conclusiones.

Me pasé muchos años deseando librarme de la asignatura de Educación Física y eludía los juegos que implicaran trotar mucho. Lo más deportivo que me gustaba hacer de cría era nadar y pasear en bici, pero porque no implicaba agotarme, competir o que me viera nadie y, como las preferencias no son algo que cambie sin más, hasta hace seis meses era muy mío lo de decir que «correr es de cobardes» y que el modo de hacerme correr implica «perseguirme con un hacha».

Pero llega un momento en la vida en el que te planteas volver al gimnasio y no como accionista (persona que paga y no va, ya tú sabeh) y en mi caso llegó al descubrir que el curso pasado había engordado diez kilos (nefasta combinación de: tendencia natural, vivir a más de dos horas del trabajo y tener que comer fuera casi a diario) y que mi pareja, por otros temas, quedaba obligado por una condición médica a hacer deporte.

Comenzamos a pensar qué activividad deportiva podíamos hacer los dos juntos. Todo lo que tuviera que ver con máquinas se nos hacía repetitivo, rutinario. A mí me tentaba nadar, pero a mi pareja el tema le echaba para atrás. Hasta que se me vino una peculiar idea a la cabeza: ¿y si nos metíamos en algún arte marcial?.

Pues eso hicimos. Escogimos el Wing Chun, variante del Kung Fu, es muy divertido y estamos encantados, pero debimos superar una serie de hándicaps, más ajenos que propios.

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El responsable del primer gimnasio que visité quiso disuadirme, sugiriéndome que me apuntara en actividades alternativas. Salí huyendo, claro, porque no me dio ninguna razón médica para disuadirme. Sin embargo, lo del segundo gimnasio que visité fue una especie de flechazo triple: me encantó el lugar, me encantó el monitor y me encantó la actividad y, además, a mi chico le pasó lo mismo. Nos habían dado tres días a prueba y nos bastó uno para saber que aquello era lo que estábamos buscando.

No obstante, era evidente que mi chico y yo éramos los más gordos del grupo, aunque se trata de un grupo heterogéneo en edad, forma física, altura, fuerza… eso sí, sólo hay otra chica, aunque creo que a casi ninguna persona sensata le gustaría pegarse con ella, pues es de las más veteranas y pilota muchísimo.

Durante la primera semana, nuestro profesor nos dijo, con toda su buena fe para evitar que nos desmotiváramos, que «tendréis que ser pacientes, iréis con un par de meses de retraso con respecto a otras personas que han entrado al mismo tiempo que vosotros» por el asunto este de la forma física previa.

Los primeros dos meses percibía, de modo sutil, cómo todos los compañeros parecían compartir esa opinión. Se notaba en los entrenamientos. Ojo, son personas muy agradables, el mejor grupo en el que podría estar; sólo comento que ellos nos veían en desventaja, por expresarlo de alguna manera.

Esa percepción desapareció cuando se convocó el primer examen de grado (equivalente a lo que entenderíais por el primer examen de cinturón) y el mismo profesor, tras observarnos los días previos a la prueba, nos animó a presentarnos, creyendo realmente que íbamos a ser capaces de aprobarlo.

Efectivamente ¡aprobamos! y no sé si os imagináis el chute de moral, aunque se trate de un grado muy muy bajito.

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También fue chocante la reacción de algunas amigas cuando decidí que empezaba este deporte (¿no podrías hacer zumba? ¡uy, a mí no me gusta pegarle a la gente! ¿y no te da problemas eso de ir a pegarte con tu chico tres veces a la semana?) y es que no todos los prejuicios vienen del sobrepeso; muchos vienen del machismo, de ese que proviene de las propias mujeres. Por cierto, os diré que para solucionar tensiones de pareja lo de ir a pegarnos (sin hacernos daño real casi nunca) tres veces a la semana ha venido estupendamente.

Poco después de aquel primer examen de grado que os contaba, hubo un día en el que el recepcionista del gimnasio nos saludó a mi pareja y a mí con un «¡Hey! ¿Cómo vais? ¡Qué bien que sigáis viniendo, me han dicho que vais aprendiendo cosillas!».

Hay una parte de mí a la que le ofendió. Me dieron ganas de decir: «¿Qué, habías apostado en nuestra contra?» pero me callé, porque detecté que el tipo lo que quería decir con toda su buena fe es que se nota que nos cuesta más que a otros seguir y, sin embargo, no nos hemos rendido. A su muy peculiar modo, era un elogio.

Otro momento curioso fue el de comentarle a los alumnos lo del Kung Fu. No recuerdo bien cómo salió el tema, pero los profes hacemos hasta el pino con las orejas con tal de ganarnos a la chavalada. Por cierto, les encantó saberlo, aunque inicialmente alucinaron un poco, se notaba la incredulidad en sus caras. Obvio, me cayó el chistecito de «¿Kung Fu? ¡Anda! ¡Como Kung Fu Panda!». Una papeleta que resolví con un «Ya, si sé que me doy más aire al Panda que a Bruce Lee, qué le vamos a hacer» y que me permitió posteriormente salir con frases del tipo «si yo he podido aprender Kung Fu, tú puedes aprender a operar con fracciones». Esto ya es muy socorrido en mi clase.

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Me quedo conque no hubo más burlas, a la mayoría les encantó saberlo, especialmente a las chicas, y a veces me preguntan con ilusión por cómo se para determinado golpe o qué tipo de guantillas uso. Soy la profe gorda de mates, hago Kung Fu y molo ¿qué pasa?.

Que nadie nos venga a decir qué podemos hacer o no, ya sea por los kilos o por cualquier otra razón. Los límites están en nuestra propia mente.

¡Abrazos!

Silvia M.