A los 7 años fue la primera vez que me encerré en un probador a llorar. En ese momento no era consciente, no imaginaba que seguiría pasándome en otros tantos años posteriores.

En el probador de una tienda de jovencitas, como las llamaba mi padre; sea Pimkie, zara o Bershka. Ahí entró el hombre, desesperado buscando ropa para su hija de 7 años que no encontraba lo que ella definía como ropa bonita de niñas de su edad. Mi padre con toda su buena voluntad y ya rozando la angustia de no encontrar lo que buscaba y lo que su princesa quería decidió probar en una tienda de jovencitas; total algo habría más moderno que la túnica negra talla 48 que había comprado en El Corte Inglés. Imagino su pesar y su frustración. Una pequeña en bragas dentro de un probador escuchando como su padre le pedía a la dependienta aquella eterna talla de más y oyendo como la chica apenada le decía, lo siento mucho señor pero no comercializamos con la talla de su hija. Esa niña llegó triste a casa, pero era una tristeza que se calmaba con un helado, o con un bocadillo de chocolate. En aquellos entonces, no era consciente de que ese fue el primero de los muchos golpes que recibiría en mi propio orgullo.

Esa fue la última vez en mucho tiempo que pisé una tienda. Mis padres vieron a través de mi tristeza y mi madre que es más lista que el hambre, contrató una modista para que me hiciera los conjuntos y vestidos con los que llevaba toda la vida soñando.

No me molestaba ser una niña gorda, ni siquiera me veía así: me ponía bañadores de dos piezas cuando mi madre los encontraba, deseaba ponerme faldas de tutú y camisetas rosas enseñando el ombligo como todas las niñas de 7 años; mis nuevos conjuntos de pantaloncitos cortos con flores de girasol me encantaban y me sentía feliz. Pero ya ahí, esos comentarios de exaltación de mi gordura no pasaron inadvertidos. Parece que ese incidente en el probador me abrió los ojos y los oídos; ahora sí lo sabía; estaba gorda. Y los comentarios que exaltaban mis brazos fornidos, mis mofletes hinchados o la alegría que daba verme comer. Pasaron de ser cumplidos a ser complejos.

Empezaron las dietas, las leches desnatadas, las tostadas de pan biscote con pavo y las cenas de ensalada de pollo… empezaron casi a la vez que los chocolates a escondida, las tostadas de nocilla en casa de mi abuela y los paquetes de gusanitos de infraganti que me regalaban los vecinos.

  • Papá ¿yo estoy gorda?
  • No cariño, tú estás fuertecita.

Etapas de dietas que angustiaban a mis padres, que no sabían de mis comidas a escondidas y por tanto no entendían como no adelgazaba.

Quizás la peor etapa en una gorda es la adolescencia. Ya tenía pleno conocimiento de mi peso y de mi anchura. Mis amigas eran guapas y delgadas y yo solamente era aquella chica simpática de cara bonita… que había cambiado el bocadillo de salami por la manzanas en los recreos.

Ahora las dietas eran cosa mía, y los ataque de ansiedad también. Dietas súper estrictas en las que perdía 10 kilos en un mes y recuperaba 15 en el mes siguiente. La dieta del arroz, el pollo y la manzana. El comer una semana entera de fruta. El mamá he comido fuera y no tengo hambre. Y el ponerme el bañador de natación debajo de la ropa para que hiciera el efecto faja.

Tuve una adolescencia de gorda-delgada-gorda-delgada y gorda. Bajaba y subía los kilos de una forma increíble. Yo quería ser delgada pero comer como comía cuando era gorda. ¿Tanto pedir era?

La gente me juzgaba, los chavales eran superficiales e incluso algunas amigas también.

Cuando entré en la universidad, la gente ya no era un problema y yo me convertí en mi peor amiga; aunque creo sinceramente que siempre lo fui. Los tintos de verano junto a mis inseguridades de siempre sumada a una relación tormentosa de maltrato psicológico me pusieron en 120 kilos. 120 kilos que llegaron a mi cuerpo sin darme cuenta. Y ahora sí me importaban, ya no quería ser gorda, y buscar ropa era un horror que prefería siempre pasarlo sola. En aquellos entonces yo no conocía Forever21 ni Asos Curve; seguía mortificándome entrando en Stradivarius a ver si encontraba algo donde pudiera meterme. Los leggins eran mi mejor amigo y las rebecas negras no me las quitaba ni en las tardes de agosto en Sevilla.

Un día fui a una dietista y me informaron de un nuevo método revolucionario basado en proteínas de alta calidad, me aseguraban perder peso de forma segura y rápida y sin efecto rebote. Eso era un sueño para cualquier gorda que no quisiera seguir siéndolo.

Pronokal ha sido a día de hoy la peor decisión que he tomado en mi vida. Bajé 40 kilos a una velocidad increíble y cuando dejé la dieta pasando por todas sus fases empecé a subir de peso de forma inexplicable; Me hicieron un análisis de metabolismo y resulta que pronokal me bajó el metabolismo basal a 400 kcal; lo que significaba que todo lo que comía que superara eso al día me engordaba. Empecé a hacer una dieta para que me subiera el metabolismo pero engordaba; el médico me dijo que tenía que ser paciente pero yo no pude soportarlo; si iba a engordar no iba a ser comiendo ensalada… Así seguí comiendo y subiendo hasta que me estabilicé un par de años más tarde en 100 kilos.  Pronokal fue un desafío emocional bastante costoso que me dejó numerosos problemas digestivos con los que a día de hoy sigo conviviendo.

Entonces en junio de 2014 tomé la decisión que cambió mi vida. Quererme. Decidí aceptarme y quererme, amar mi cuerpo, amarme a mí como persona y trabajar para mejorar física y mentalmente. Empecé a cuidarme, a llevar una alimentación saludable y a moverme ligeramente más; solo ligeramente porque no soy deportista. En este proceso, conocí a amigas maravillosas con las que he vivido y sigo viviendo este proceso de cambio y en este proceso conocí Weloversize. Leer historias de otras personas, conocer tiendas con ropa monísima, leer mensajes de ánimo y de aceptación, me ayudó en este proceso y me sigue ayudando a día de hoy. Al final perdí peso, poco a poco y sin hacer ningún tipo de dieta excesiva pasé de 100 a 76 kilos y he conseguido estabilizarme en ese peso; pero no es eso lo que me ha dado la felicidad. Lo que me ha dado alegría ha sido aceptarme, ha sido quererme. Lo que me da alegría es comerme una hamburguesa sin pensar en que ese que está allí sentado puede estar juzgándome. Lo que me alegra es ser fiel a mi misma y saber que hay personas como Elena y Rebeca que han hecho pública su vida y su historia para ayudar a otros.

Por eso he querido compartir mi historia, sé que muchas otras lo han hecho antes que yo pero espero que mi experiencia también le sirva a alguien.  Solo con que una persona encuentre aliento en mis palabras, solo con eso, habrá merecido la pena.

Perder peso me ha dado seguridad pero también me ha creado nuevos complejos, por ejemplo la flacidez. Pero eso me lo da mi crecimiento como persona; perder peso en sí no te cambia; tampoco cambia lo que los demás piensen de ti; los que te decían que estabas gorda ahora te dirán que pareces enferma o que estabas más guapa con más carne. La gente siempre va a buscarte pegas, así que no seas como la gente, sé diferente, se especial; que te resbale todo y rodéate de gente buena que te aliente y te de buenas  vibraciones y positivismo. No puedes decidir cómo son los demás pero sí puedes decidir cómo quieres ser tú y con qué tipo de personas quieres relacionarte.

Tú puedes ser tu mejor amigo o tu peor enemigo, asegúrate de elegir aquello que no te destruya.

Nieves Seisdedos

 

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