Hoy me he levantado especialmente moñas, así que voy a contaros una historia, por una vez y sin que sirva mucho de precedente, personal:

Hará cuatro, cinco años o más me levanté un día normal para ir a la universidad. Hacía frío y no se si llovía de verdad o sólo en mi memoria para mejorar el escenario, pero la cuestión es que no era -ni mucho menos- verano. Era lunes, eso sí. Y voy a decir que noviembre. Desde mi piso de estudiantes (ay, qué recuerdos…) hasta las aulas, se podrían tardar perfectamente 3 minutos andando, de no ser por la infinita rotonda de unos 15 carriles, otros 4 semáforos y un mirador terrorífico que había que cruzar para llegar.

Total, que allá iba yo, cargado con mi tubo, mis papeles, lápices, carboncillos y cuarenta mil cosas más necesarias para hacer lo que más le apetece a cualquier estudiante de bellas artes un lunes a las 8 de la mañana: dibujar a un señor de setentaylargos en bolas. (Por cosas como ésta nos molesta que luego nos digáis «¡Ala, bellas artes! ¡Qué bien sin exámenes ni nada! ¿Me regalarás un cuadro?»).

El caso es que todavía luchando contra no dormirme andando, uno de los semáforos más grandes de la rotonda se puso en verde para los peatones. De la nada salió, en ese momento, una malabarista. No era especialmente guapa, ni especialmente alta, ni especialmente nada. Yo no se si seguía soñando o pasó de verdad, pero aquella desconocida sonreía tanto que era la mujer más hermosa del mundo. Y me hipnotizó. Me hipnotizó a modo de sirena, utilizando las mismas armas que usaría si fuese una de ellas: cantaba. Cantaba mientras sonreía y mientras nadie la escuchaba. Y yo flipé. Aprendí tantas cosas a la vez que no me la podía sacar de la cabeza. Me di cuenta de que su canto era como mi forma de entender la escritura: con que llegue sólo una persona, ya habrá valido la pena. Y sin duda a mi, me había llegado. Así que finalmente, y casi en deuda con la malabarista, hice lo que siempre termino haciendo; escribí.

Me imaginé lo triste que sería ser el conductor de uno de esos coches de lujo, parados en el semáforo y perdiéndose el espectáculo. Me imaginé cómo de maravilloso sería que el canto de una musa perroflauta hiciese cambiar el mundo de alguien que con mucho más, tiene mucho menos; el mayor acto de valor de un perfecto cobarde. He de confesar y confieso que soy un pesado de las cosas pequeñas, pero es que, al final, son lo que más a mano tenemos para cambiar el mundo.

Antes de extender más esta parrafada producto de un matutino ataque inminente de moñería, y que es casi más larga que el propio relato, aquí os lo dejo. Este relato me ha traído tantas cosas buenas como la propia historia real de la malabarista: desde la publicación de mi primer libro hasta poder publicar aquí (gracias a que emocionase una vez a un gran amigo al que debo muchísimo). Siento que os lo debo también, porque me leéis, y escribir es comprometerse, y sobre todo, se lo debo a ella. He vuelto a pasar muchas veces por la misma rotonda, pero nunca más he visto a la malabarista. Tal vez fue un producto de mi imaginación, aunque prefiero pensar que ha ido a otras rotondas del mundo, a otras ciudades, a otros relatos. A despertar en otra gente emociones tan maravillosas como las que despertó en mi, y a gritarles en voz bajita lo que una vez me gritó a mi: «Escribid, cantad, bailad, cread, vivid, soñad… Porque alguien, alguna vez, os escuchará. Y cantará también«.

«COMO EL CAFÉ_

Son las 7 menos cuarto de la mañana de un lunes. Y tú sonríes. Y nos das envidia a todos porque nadie más sonríe un lunes a las 7 menos cuarto de la mañana.

Hoy me he levantado, de un salto, llegando tarde, como siempre. Parece que vuelve a ser lunes…es el tercer lunes de esta semana: Lunes, lunes, lunes, lunes, viernes, sábado, y domingo. Y vuelta a empezar.

Me he tomado el café. Solo. Como yo. Los fines de semana, por cambiar un poco me preparo un cortado. También como yo. Da mucha rabia cuando tu vida es como el café. La vida de nadie debería ser como el café. Pero la mía lo es.

He cogido la americana y las llaves del coche. Tengo un Audi. La gente que es de verdad feliz tiene un Ford fiesta, o un Panda. Quizás un Ibiza. Pero yo tengo un Audi.

A veces me da miedo transformarme en robot. Yo antes escribía frases largas. Subordinadas y todo. Pero eso era antes de tomarme un café solo como yo cada lunes de la semana de cada semana de lunes. Voy de camino al trabajo. No sé de qué trabajo, pero debo ser alguien importante, porque tengo un Audi. En mi Audi hay un maletín que no me atrevo a abrir por miedo a morir de aburrimiento. Cuando llego al trabajo lo abro, pero siempre hago un esfuerzo para olvidar en que trabajo cuando se termina la jornada. A veces lo consigo.

Son las siete menos cuarto y te quiero a las siete menos cuarto. Porque a las siete menos cuarto te veo y porque cuando te veo me recuerdas que no soy un robot. Y porque cuando me recuerdas que no soy un robot, te amo. Y no te conozco, pero te amo. Te amo a las siete menos cuarto y hasta las siete menos cuarto del día siguiente.

Siempre paso por aquí a esta hora. Y siempre estás; y si veo que el semáforo se va a poner en verde,reduzco. Porque quiero verte todos los lunes, y últimamente siempre es lunes. Estás ahí, en el semáforo de antes de entrar en la rotonda de Blasco Ibañez, y haces malabares para nosotros. Para los Audis, los mercedes y BMW’s. Y todos tienen miedo de mirarte porque todos saben que si lo hacen, se enamorarán de ti. Me di cuenta desde el primer día, de que estás ahí, por algún motivo, para que te idolatre. Tuve que bajar un poco la ventana incluso. Estabas cantando. Tu relación con nosotros dura lo que dura el rojo del semáforo.

Nunca he visto que nadie te de dinero, y me empiezo a plantear si realmente te importa. Siempre alargas tu espectáculo al máximo, y la mayoría de veces no te da tiempo a pasar por más de un par de coches. Y todos los coches los conduce un robot. Tu no te desanimas, al contrario; a veces creo que solo vienes para compararte con nosotros, y para demostrarte a ti misma que eres la más feliz de todos, y que deberíamos aprender de ti. Y tu no tienes un Audi, sino una bici vieja.

Nunca he visto que nadie baje la ventanilla. No cantas para nosotros: cantas para ti. Y sonríes. Y me enamoras . Y haces malabares con bolas de colores y con mi vida. Y me haces plantearme tantas cosas…que de repente soy feliz y no me había dado cuenta.

Hoy me pondré el primero en el semáforo. Y sonreiré yo también. Y tal vez tu no me recordarás, pero me habrás cambiado la vida. Te daré esta carta y en la rotonda cambiaré de sentido y no iré a trabajar.

Iré a tomarme un capuccino.

Bien dulce.»

 

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