Mi barriga y yo. Yo y mi barriga. Una relación de amor-odio y de odio-amor. Si hay una parte de mi cuerpo por la que me sienta profundamente acomplejada es esta. Hoy trato de buscar las razones, porque me he hartado, anhelo libertad para mi cuerpo. Pero es así, hasta ahora, ha sido así: ni brazos, ni culo, ni tetas… Si hay algo que ha dominado realmente mi autoestima durante los últimos tres (o treinta) años de mi vida ha sido la barriga, la tripa, el vientre… Dejémoslo en barriga, así, con ese matiz peyorativo que, a mi entender, tiene. Y es que tener barriga, hoy en día, es algo que no es aceptable socialmente. En los anuncios, la televisión, las películas… todo son vientres planos y duros como rocas. Se admira a la mujer que, después de haber parido, consigue conservar su vientre liso. Y, en mi caso, ahí se exacerbó todo… Después de los embarazos. Un hecho tan natural, tan apegado a la vida, a nuestra esencia, se convierte, una vez nacido el bebé, en algo vergonzoso, en algo que hay que tapar y esconder, eliminar. No creo que sea la única a la que le ha pasado, pero hoy necesito hablar de mí, necesito soltar toda esta presión que aguanto desde hace tiempo, porque creo que está en el fondo de muchas de las situaciones por las que he pasado.

Hace tres años, el 23 de julio de 2011, nació mi segundo hijo, César. Igual que con el primero, Álvaro, tuve una gran tripa de embarazada (ambos pesaron más de 4 kilos). Aparecieron más estrías en mi piel, incluso con el aceite de almendras que se recomienda para prevenirlas (aunque yo ya las tenía del primer embarazo, también) Y anteriormente, cada vez que experimentaba una gran pérdida o subida de peso, la misma se reflejaba en mi cuerpo en forma de estrías, más grandes o más pequeñas. Es algo que recuerdo desde siempre, así como eccemas, granitos en los brazos, etc. Hoy sé que hay pieles más sensibles que otras, y personas que reflejamos a través de nuestra epidermis los conflictos interiores y las emociones que sentimos; otras personas, somatizan de otras formas. Así que, tras parir, la piel de mi barriga se había vuelto elástica, como ya he dicho, después de cobijar los cuerpecillos de dos bebés de más de cuatro kilos. Y así me vi, al llegar a casa, al dejar el holgado camisón del hospital, al ponerme mi ropa “de siempre”, que mi barriga se parecía a ese juguete viscoso llamado Blandiblú: me la podía retorcer, dar vueltas, y además, con estrías. A ello se añaden los simpáticos comentarios de alguna gente, no cercana, realmente, a los que no sé por qué (entiendo ahora) les di poder en mi mente: que si me había dejado una parte del niño u otro niño dentro, y cosas por el estilo. Y aunque tenía que preocuparme por otros asuntos más importantes, aquellas ideas quedaron ahí, y empezaron a crecer y crecer. Enseguida me fui a pesar, la misma tarde que llegué del hospital creo que fue, y ver que pesaba 10 kilos más que antes, duro contraste entre lo que yo imaginaba que iba a ser (que volvería mágicamente a los 67 que pesaba antes de quedarme embarazada) y lo que era realmente. Ese fue un grave error, no darle a mi cuerpo tiempo real para recuperarse. De todas formas, no es este el momento de lamentarse por lo que hice o dejé de hacer. Escribo esto para tratar de entender…

Pero vuelvo al 2012. Empecé a buscar información sobre dietas y alimentación. Primero, comencé con lo básico, las dietas de calorías, 1200, 1500, 1700… Antes de tener a César, logré bajar 25 kilos aproximadamente, e intentaba repetir ese momento. Evidentemente, ya no necesitaba bajar 25 kilos, pero me obsesioné con la idea de perder 10, para volver a aquel momento del año 2010 en que me veía tan bien. Y no es que estuviera mal, no era una persona obesa que tuviera problemas de salud, pero cuando una idea se mete en la cabeza, puede ser como un ladrillo martillador. Rebusqué entre las dietas y menús que ya había hecho, buscaba en páginas de Internet una dieta que fuera conmigo, intenté varias de las dietas de moda, entre ellas la de Dukan, la zona, la de los puntos, la Antidieta… Pero, ¿cuánto duraba? Porque luego, dentro de mí, había algo dentro de mí que se rebelaba con la idea de hacer dieta. Y aún, a día de hoy, no puedo decir si es mi miedo al éxito (sí, igual que existe el miedo al fracaso, existe, sin dudas el miedo al éxito, a conseguir lo que te propongas. Es quizás, más difícil de entender) o porque realmente, una parte de mí, se sentía bien y en paz y deseaba simplemente disfrutar, y no que lo castigara con dietas absurdas. Después de intentar y no conseguir nada, porque lo máximo que duraba con un método o sistema era una semana o semana y media, fui un paso más allá y comencé a visitar páginas de divulgadores que ofrecían un punto de vista de la nutrición alejado de lo tradicional. Aunque yo sabía que en las dietas tradicionales hay alimentos prohibidos (principalmente, las grasas), ahora otros autores decían que hay grasas buenas, que las proteínas son muy necesarias, otros que demonizaban los hidratos de carbono y el gluten… He leído de todo, hasta opiniones contradictorias, y al final, llego a la conclusión de que cada cuerpo es un mundo, y lo que les funciona a unos, a otros no. He seguido programas para adelgazar, retos en Facebook, y no me arrepiento, porque de todo ello, he sacado buenas amistades y hablo casi a diario con otras mujeres de todo el mundo, y eso es fabuloso, me ha valido para abrirme más como persona, y animar a otras personas a conseguir sus metas. Pero a veces me canso, me canso de buscar la perfección corporal. Es cierto que hay que honrar el cuerpo, nutriéndolo de alimentos sanos y nutritivos y dándole también el movimiento necesario para lograr estar ágiles. Todo esto lo entiendo y lo comparto. Si miro hacia atrás, veo que ahora me alimento de una manera más limpia, que he conseguido encontrarle el gusto al ejercicio físico, aunque no sin esfuerzo. Mi problema viene cuando me obsesiono con conseguir el cuerpo de otras personas, cuando me empiezo a comparar cómo le queda la ropa a aquella o a la de más allá… Y veo que, a pesar de comer más limpio y de hacer ejercicio, mi barriga sigue aquí. Ese rollito de carne sigue pegado a mí. Así que como sigue allí, pues de vez en cuando me permito comer alimentos no tan saludables, porque aunque coma saludable, el rollito sigue y sigue, sin irse. Es un círculo vicioso.

La comida se convierte en una obsesión, en una carrera de obstáculos por evitar determinados alimentos, y al convertirse éstos en prohibidos, da lugar a la ansiedad por conseguirlos. Un laberinto sin salida, al que entras con cadenas, hasta que tú lo decides, y rompes las cadenas y sales…  Sigo con mi rollito de carne, con mi abdominal flácida. Y es que últimamente sé que la idea en el fondo de mi mente no es tanto perder X kilos, sino hacer desaparecer esa barriga… ¿Por qué? Porque es feo, se considera feo tener eso ahí pegado. Ayer (y muchos días) tuve un momento desesperante en que no estaba a gusto porque la falda se subía, si me la bajaba se me notaba una gran tripa… Al final, logré calmarme… Pero, ¿qué es lo que nos lleva a este punto? O por lo menos, ¿qué es lo que me lleva a mí a sentirme así, por una falda, que es un ser inanimado? Y la respuesta está en la idea de perfección que tengo en mi mente, en la crítica constante por no ser capaz de conseguir una cintura de avispa de 60 centímetros o menos. Y todo ello, me lleva a sentirme mal en los demás aspectos de mi vida, y a seguir “fracasando” una y otra vez. En lugar de centrarme en realizar cosas que me hacen feliz, no hago más que machacar una y otra vez en esta idea. Es mucho lo que he ido aprendiendo en estos años, intento no maltratarme, diciéndome constantemente gorda o fea (como sí hacía hace años), pero reconozco que parte de esos pensamientos, el último residuo de ellos se lo dedico consciente e inconscientemente a mi barriga. Me miro al espejo y siempre centro mi atención en esa parte de mi cuerpo, me compro alguna prenda de ropa y miro cómo me queda en esa zona, me siento y siempre estoy pendiente de que no se note la barriga…

keep-calm-and-love-belly

Te odiaba tanto, oh, mi vientre. Sí, así quiero hablar ahora, en pasado. El pasado nunca vuelve, se suele decir, así que ese es mi deseo al respecto. Te odiaba, te miraba con asco y desprecio, extendiendo ese asco y ese desprecio a mí misma por no hacer nada, por ser una floja sin fuerza de voluntad para eliminar ese rollo de carne, molesto y repugnante. Ese era mi diálogo interior. Cada vez que mordía un dulce, o alguna chuchería, un pensamiento de temor me asaltaba, por un lado. Y por otro lado, como ya digo, de desprecio, de desdén hacia los esfuerzos físicos realizados para acabar contigo, barriguita, en una espiral sin fin… Cada lunes, vuelta a empezar: esta semana no como pan, ni dulces, ni patatas. Y si bien he conseguido estar un mes seguido sin tomar nada de azúcar refinado, lo cual es muy bueno para el cuerpo y la mente en general, yo me refiero a las promesas hechas cada comienzo de semana y rotas el miércoles, porque no estaban basadas en el amor, sino en el asco, el desprecio y la repugnancia.

Así que hoy, querida barriga, sin ningún matiz peyorativo, quiero entonarte un canto de amor. Sé que no será fácil, quizás, pero haré todo lo que esté en mis manos. Prometo que cada vez que te miré me sentiré orgullosa de ti, porque no entiendo cómo he podido olvidar que fuiste amoroso recipiente de mis dos hijos: te expandiste, te hiciste flexible dos veces para acoger, cuidar y proteger a dos criaturas. Cada vez que te mire y observe las estrías que te surcan, recordaré que estoy viva, que son marcas de la vida, porque la piel es un gran órgano sensitivo, y allí estarán ellas, para recordar que, por dos veces, me partí en dos para dar vida. Seguiremos ejercitándonos, con amor y respeto; seguiremos nutriéndonos, de la misma manera, sin ningún miedo a las cifras que marquen la báscula y la cinta métrica. Prometo mirarte con ojos de amor, tú eres así, redondita, igual que tengo los ojos azules o el pelo castaño. Te amo, te acepto y te apruebo. Me amo, me acepto y me apruebo. Te quiero, me quiero.

 Autor: Elisabet Gala