Tenía 26 años cuando obligué a mamá a mirarme a la cara porque esto es muy grave, mamá, mientras recorría con mis dedos los surcos inexistentes a los lados de mi boca. Le pregunté serísima que qué crema antiarrugas me compro y, luego de examinarme con carácter casi científico, mamá dictaminó (serísima también) que las líneas de expresión que tanto me atormentaban aparecerían cuando me hubiese reído lo suficiente. Me olvidé de las arrugas y procedí a esmerarme en tener noches de vino repletas de risa y descojone; me esforcé en no guardarme ni un beso ni un mordisco; procuré sonreír con todos los dientes en todas las fotos y todos los días. He cumplido 36 y hoy por hoy tengo dos surcos incipientes, me doy crema cuando me acuerdo y pienso que aún no, no me he reído lo suficiente.

Examino mi cuerpo: lo único plano que tiene es su reflejo en el espejo. Tras luchar muchos años contra él, hoy me saca una sonrisa mi figura rubenesca, los michelines que lo rematan y, sobre todo, los días esos en que me abrazan y me dicen pero qué blandita eres, jodía. Echo los hombros para atrás y me veo de perfil: resignada, compruebo que me estoy jorobando. ¿Tendrá remedio? Son treinta años leyendo sentada en el sofá los que me han hecho así, por lo que en esta chepa sólo puedo ver a Martin Amis. A Foster Wallace. A Franzen, a Auster y a los cientos de libros que tengo pendientes en la estantería. He aprendido que sólo por un buen libro merece la pena agachar la cabeza.

Las manos son otra historia. He perdido las palmas tersas y bonitas que tantos halagos me procuraron cuando tenía veinte y aunque las hidrato seguido ya muestran, inevitablemente, todo aquello a lo que las he sometido: las horas infinitas escribiendo al ordenador, los veces que di la mano con violencia y apretando muy fuerte, los sobrinos a los que cargué, recién nacidos, antes de que se hiciesen las fieras que son hoy. Al espejo, el nacimiento del pelo me avisa que es momento de teñir: en mis canas prematuras veo una putada grave de la genética, sí, pero veo también, año tras año, que me parezco cada vez más a mamá. Cuando me pregunto cómo será mi cara en cinco años o en diez, cómo será mi voz, ella suele ser la mejor respuesta y en este caso mi herencia, lejos de deprimirme, me reconforta.

La gravedad, sin embargo, es la más puta. Hoy por hoy la desgraciada ha empezado a cobrarse todos y cada uno de los descuidos que he tenido en las tetas, los muslos, la papada. En mayor o menor medida, claramente manifiesto u obvio sólo para mis ojos, mi cuerpo ha empezado a tender al suelo y qué feliz debe estar Newton allá donde esté. Son evidentes las noches que no me encremé de pies a cabeza por dormir en lugares insólitos, las dietas que no cumplí porque la vida son dos días, las horas que anduve desnuda sin sujetarme lo sujetable.

Pero no es grave.
Es sólo gravedad.
Y, díganme, ¿Quién soy yo para cuestionar una ley incuestionable?
Pienso que la edad quizá no me esté cobrando la factura de mis descuidos.
Pienso que quizá estos cambios son sólo los recibos permanentes por haberme cuidado, inadvertidamente, de otras maneras.

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