En 6º de primaria nos mandaron escribir 3 adjetivos que nos atribuyésemos. Sé que escribí “guapa” entre ellos. Cuando unos años más tarde encontré el papel, se me rompió un poco el corazón. Ya no era capaz ni de pensar en ese adjetivo para mí, mucho menos escribirlo. ¿Cómo se puede destrozar tanto a alguien? ¿Cómo puede permitirse?

Siempre he sido más grande que los niños de mi clase, tanto en altura como en peso. Alguna vez quise adelgazar. No por belleza, sino porque quería correr más que los otros niños y que me escogieran antes en los juegos. Ya empezaba a asociar la delgadez a lo bueno y la gordura con lo malo. Sin embargo yo estaba contenta con mi cuerpo. Mejor dicho, ni contenta ni descontenta, ni siquiera me paraba a pensarlo. Mi cuerpo me era útil, fuerte, ágil, mío y bello. ¿Qué más necesitaba? Yo me sentía guapa. Incluso cuando tenía 14-15 años y estaba fea, me sentía guapa. Sin embargo, el mundo parecía no estar nunca a gusto conmigo.

Recuerdo ir a urgencias con 14 años con un esguince. El médico me dijo que estaba gorda. Pero no solo eso. Le dijo a mi madre que cuando un chico no me hiciese caso por gorda, adelgazaría. Yo no lo sabía por entonces, pero ahora sí, ese médico era gilipollas. Que un médico me dijese que tenía sobrepeso no era algo nuevo. Lo decían en cada revisión; estaba muy bien de salud pero algo pasada de peso. Su solución era siempre la misma: tiene que comer menos. Ninguno de ellos se molestó en preguntar cuántas comidas hacía al día, calidad de las misma, horarios de sueño o actividad física. Simplemente que coma la mitad. ¡Gorda!

large

Siempre he sido dura de carácter así que los comentarios del colegio, no eran muchos y me afectaban poco. Porque era gorda, pero también más cosas. Pero no solo los niños y adolescentes se creían con derecho a opinar. ¡Hasta gente desconocida se atrevía a decirme cuan gorda estaba! Evidentemente, gorda como descalificativo. Como si ser gorda fuese algo similar a ser nazi. Supuestamente, con buena intención, me llovían los consejos desde que tengo memoria. Que si hay que darme menos pienso (¿soy un animal de granja o qué?). Que si como un poco menos estaría mucho mejor. Que si quédate con pelín de hambre después de las comidas. Que si con lo guapa que eres de cara, es una pena que no estés más delgada. Que si tal dieta es maravillosa. Que si quien te va a querer estando así. Que si…. Que si… Que si… Por lo visto el médico tenía razón, hay que dejar de comer. Hasta gente sin conocimiento alguno de nutrición lo sabía.

Por si mi gordura no fuera poco, soy blanca como la leche. Así que los comentarios en verano añadíamos el plus de “que blanca estás” “pareces enferma” “hay que ponerse al sol” “hay que ir más a la playa”…

La imagen de la mujer en la publicidad, moda, música, cine etc,  también hace mella. De forma inconsciente nos formamos una imagen de lo que es la belleza femenina. Yo con 1.66m de altura, 80kg de peso, blanca y pecosa no cumplía con esa imagen. Con 16 años y un verano por delante perdí 10kg sin ninguna ayuda profesional. Empecé a desayunar, a realizar más comidas, tener unos horarios de sueño estables y lo más importante, realizar más ejercicio físico por el placer de realizarlo y siempre en compañía. Los resultados llegaron solos, alabanzas también. Me sentía muy fuerte y ágil y cada vez tenía más mono de ejercicio. Pero llegaron las clases y el tiempo al ejercicio se vio reducido. Empecé a querer más. Quería más resultados, menos peso. Como no lo estaba consiguiendo con la misma facilidad, pensé que menospreciarme me ayudaría a motivarme. Y ese fue el inicio del juego. Un juego que se volvió en mi contra.

Creía que yo estaba al mando, pero no. Se me fue de las manos. Dejé de ser yo para ser una versión rota de mi misma. Con 17 años solo me miraba al espejo para buscarme defectos. Estaba enfadada y triste constantemente. Lloraba casi todas las noches. Vivía eternamente con miedo a engordar. Y engordé. Recuperé mis 10kg. Esquivaba la comida. Me atracaba. Llegaba el efecto rebote. Bajaba y subía. Ya no realizaba ningún deporte por placer, era solo por adelgazar. Me ponía nerviosa los cumpleaños, las comidas familiares o simplemente que me viesen comer. Hasta reducía el contacto físico por miedo a que alguien pudiese tocarme una lorza. Dejé de poder mirarme al espejo. Me dolía demasiado. Cada vez que me observaba descubría algo nuevo que odiar. Y lo más duro de todo era fingir. Fingir que no me pasaba nada. Fingir que era una tía fuerte y segura de sí misma. Fingir que no estaba hecha pedazos, que no sabía cómo o porqué me había roto y mucho menos, como pegar mis trozos.

Un día me harté. Toqué fondo. Realmente toqué fondo varias veces antes se  subir a flote. Cada vez que caía pensaba que no volvería ser “normal” nunca más. Que no podría dejar de tener pensamientos negativos (gorda, foca, vaca, estúpida, tonta, inútil…), que no podría disfrutar de los eventos sociales, que no podría quererme nunca. Estaba tan harta de mí. Imagínate dormir todos los días con tu peor enemigo. Hacer todo con él: amanecer, lavarte los dientes y ¡hasta hacer caca! Esa era yo. Todos los días. Durante más de 2 años. Cuando me di cuenta de que tenía un problema, sentí mucha vergüenza. Vergüenza de mí y de mi cuerpo. Vergüenza porque una chica como yo, tan sensata, estuviese obsesionada con el aspecto. Como si todo fuese culpa mía. Como si yo hubiese escogido sentirme una mierda. Tardé mucho tiempo en entenderlo ¿Por qué yo? Sin ningún suceso potencialmente traumático que lo desencadenase. Ahora sé que escogieron por mí. Evidentemente un comentario no te lleva a la anorexia, pero una vida de constante ataque a tu físico sí. Si las mujeres fuéramos felices con nuestros cuerpos, ¿cuántas empresas cosméticas se irían a la mierda? ¿Cuántos libros de dietas y métodos se dejarían de vender? Me enfada tanto que nuestra autoestima sea un negocio.

Tengo 24 años. Este año ha sido cuando he empezado aceptar lo que me ha pasado. He podido empezar a contarlo. He podido escribirlo. He empezado a entenderlo. El tema aún me duele. Cuando leo las páginas de esos días tan grises aún me saltan las lágrimas a borbotones. Cuando oigo hablar de dietas, kilos y gordas aún se me pone la piel de gallina. Cuando se refieren a las anoréxicas como ese ente lejano, esas chicas faltas de autoestima o faltas de inteligencia que les diga que están yendo por mal camino, me arden las venas de rabia. Cuando piensan que no pueden existir gordas anoréxicas me río por dentro por no llorar. Cuando se dice que el patriarcado no existe o que hay igualdad, me hierve la sangre.

Tras mucho tiempo de pelea, pude empezar a verme, a verme de verdad. Mi cuerpo: útil, ágil, bello, mío… Porque ese cuerpo que veía en el espejo era bonito, siempre lo había sido, simplemente  había estado ciega.

No fue nada fácil. El primer año fue el más duro. Empecé de fuera a dentro. Dejé de usar vaqueros porque los empleaba como método de control de mi cintura. Compré ropa nueva. Me pintaba las uñas. Poco a poco, empezaron a verme más guapa. Creo que porque cada vez estaba menos triste. Yo tardaría un poco más. La primera vez que me atreví con un pintalabios bien rojo  descubrí que a mi cara blanca le quedaba genial. Mis trozos fueron volviendo a su lugar, donde nunca debieron irse.

Sigo peleando conmigo. Es algo que nunca se termina de ir. A veces tiemblo tanto como la primera vez. Vuelven los demonios a mí. Nunca seré esa niña despreocupada del todo, pero procuro estar lo más cerca posible de ella. Esto me ha hecho fuerte, pero es algo que prefería haber evitado. Es algo que podría haberse evitado.

ELSA