Os quiero hablar de M., tiene trece años recién cumplidos y es gorda. No lo digo yo, lo dice su madre, su padre, su hermano y a veces ella. Tiene unos ojos rasgados verdes que encandilan a cualquiera y una perspicacia arrebatadora para su edad, pero la llaman gorda: en el colegio, en casa y en su cabeza. Igual al principio empezó como una broma cuando los pantalones de la talla 42 de Stradivarius le apretaban, o incluso antes, cuando la talla de niña terminó para ella a los 9.
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M. es valiente, ácida y muy adolescente, y además lleva haciendo dietas desde los 7. Sabe cómo es y qué no soporta. La he visto apretar sus incipientes lorzas y reírse de ellas, comer a escondidas y renunciar a planes porque es «gorda». Igual la quiero tanto porque yo fui -y soy- gorda, y hasta que ella no empezó a sacar el dedo corazón a insultos, no he sido consciente de cómo la sociedad nos taladra la vida desde reciente edad.
Ahora que tengo la posibilidad de abrazar a mi yo del pasado es cuando puedo recordar que al igual, yo también viví sometida a dietas para niños, me escondía en los baños para no hacer educación física y evitaba la parte del recreo donde estaban mis acosadores particulares.
Ahora sólo puedo escuchar y decirle, como a mí me hubiese gustado oír, que tiene el corazón más rojo y valiente del mundo, que es mucho más que sus kilos de más, que no se preocupe por nada más que por hacer lo que le gusta, que ya habrá tiempo para dietas estrictas y cardio, aerospinning y zumba. Que se quiera un montón porque yo la quiero más. Que todos sus miedos un día desaparecerán, porque las inseguridades -las gordas- las tratamos con una tacita de chocolate caliente (porque la birra todavía no, cielo) viendo una película de alguienqueestámuchopeorquetúyesfeliz. No digo que ahora M., pero más adelante entenderás todo, porque yo por fin lo entiendo:
Nadie te puede querer más que tú. Es una orden.

ATT Asterisco