Lo confieso. No he sido siempre una persona optimista, alegre y altruista. Como cualquier ser humano, he tenido mis momentos de flaqueza.

Hace un tiempo atravesé una crisis de identidad. No estoy segura de si encontraba algo en mí que me gustara, y me vine abajo, tocando casi el fondo del pozo. No sabía qué quería en la vida, ni quién era. Miraba fotos de años atrás y no reconocía a la persona que me sonreía. Tal vez porque ya había dejado de hacerlo con sinceridad. Me recuerdo como una chica adolescente con proyectos poco realistas a los que jamás encontraba un pero. Han pasado los años y no sé cuántas piedras me he puesto en el camino. Unas las habrá puesto la crisis (hola, crisis, ¿queda alguien en el mundo que no te haya culpado de sus propias cagadas decepciones?), pero la gran mayoría se han colado en la ruta por culpa de las excusas. Y aquí el quid de la cuestión. Cuando no somos capaces de preguntarnos para conocernos, nos cargamos de culpa, que nos viene de muy atrás, de llevar mucho peso en las espaldas y de no haber sabido diseñar nuestra vida.

Me he culpado muchas veces por no haber sabido o no haber querido ver la luz antes y haberme equivocado tanto. Sin embargo, ha habido ocasiones en las que me he tropezado sabiendo lo que iba a encontrarme: caca. Y esto viene del orgullo de no reconocer que he sido terca como una mula y no haber sabido escuchar. Porque sí, muchas, muchísimas veces creo que yo soy Dios y yo soy la que tiene la razón. Yo, yo misma y mi mismidad. Hola, soberbia.

Me he culpado también porque, aun sabiendo que no era hambre y definiendo bien el problema que tenía, acababa volcando, una vez más, la frustración en la comida. Y notaba la grasa cubriendo todo mi cuerpo, pegándose a mi tripa para recordarme a diario que iba aumentando kilos y que, por eso, no debía ser merecedora de nada. Así que sí, confieso que me he perdido planes irrechazables porque mis michelines merecían ser cortados con una sierra; pero como siempre me ha faltado valor para la cirugía estética, pues mucho mejor me encierro en mis cuatro paredes, que es mejor donde se está cuando el miedo acecha. Y a esto vamos a sumarle una ensalada variada, pero mejor la acompañamos de pizza y un poco de helado, que la fruta la hemos añadido en un rato tonto de aburrimiento. Así que bienvenido, trastorno alimentario. Algunos te llaman gula. Atrevida ignorancia.

Me he culpado y enfadado conmigo misma porque sabía que tenía que haber cogido el toro por los cuernos y haberme comprado el vestido que yo quería y no el que le gustaba al resto, porque, aunque a la vecina le guste la ropa holgada, ella no soy yo. También me he cabreado mucho conmigo por no haber sido capaz de escribirle a él y decirle que se fuera a la puta mierda con su mamá, pero que a mí ya no me toreaba más. Tampoco he sido valiente para besar al que realmente merecía la pena. A veces me he cabreado con una amiga porque necesitaba que me escuchara a mí y solo oía cosas de ella. Cosas buenas, por cierto. Y no las quería saber en ese momento. Me he culpado mucho por ello, pero también porque a veces no era capaz de alegrarme por el gran viaje de mis amigos en su luna de miel. Yo razonaba y mi mente me decía: “A ver, alma de cántaro, y los viajes que te pegas tú, ¿qué?”. Y el demonio respondía: “Los haces siempre sola. Y no estaría nada mal ir acompañada en la vida de vez en cuando”. Y las comidas en casa los domingos han sido aderezadas con buenos comentarios hirientes para quien no lo merecía. En ellos despaché mi ración de enfado. Así que sean bienvenidas, ira y envidia.

Creo que me salvo de la lujuria, a no ser que ver porno de vez en cuando y disfrutar con los nadadores olímpicos cambie las tornas. Tampoco soy avariciosa, aunque hago el Euromillón regularmente.

Sin embargo, imagino que, aunque no sean capitales, tengo otros pecados que bien merecen unos azotes, y es que a veces he hecho favores porque creía que el mundo me recompensaría mi buena obra, y no porque realmente me salieran del corazón; y he mentido muchas veces en test de personalidad diciendo que no he hecho ninguna de las malas cosas que ahora menciono.

Pero después del pozo de destrucción en el que viví una temporada, que no fue larga, pero sí intensa y reveladora, he de reconocer que confesar sienta muy bien y que responderse a uno mismo con sinceridad es imprescindible.

Es básico definir qué queremos en la vida, qué esperamos de ella y luchar por conseguir los objetivos que tenemos. Cuando nos centramos en ello, nuestro esfuerzo se vuelca para ir en la dirección correcta y no malgastamos energía en contestar mal a todo ser. Cuando nos invade la sensación de estar haciendo lo que queremos, siendo la versión de nosotros que tanto buscábamos, tendemos a querer comer mejor, más sano, los impulsos obsesivos se hacen menores; tampoco nos fijamos en lo perfecto que es el trabajo, pareja, vacaciones o familia del vecino porque nos centramos en vivir nuestra vida, que es la que nos gusta, sin celos. Y cuando todo esto sucede, cuando dejamos de creernos víctimas de un complot en el que todos conspiran para hacernos infelices, aceptamos que hemos sido nuestro mayor enemigo y que deberíamos saber aceptar a veces las palabras de los demás para empezar a valorarnos y respetar nuestro alrededor y, sobre todo, a nosotros mismos.   

Autor: Red.