Hace un tiempo empecé a escribir todo aquello que se me pasaba por la cabeza. Siempre cosas buenas porque me negaba a dejar constancia de los pensamientos negativos. Hasta hoy. Hoy he sentido que tengo que escribirlo, que tengo que contárselo a alguien de alguna manera o terminaré explotando.

No sé muy bien cómo ni por dónde empezar. Veamos: tengo 28 años y a simple vista tengo una vida bastante normal: una familia unida, amigos, trabajo… Pero nada es real, o al menos, no del todo.

Mi familia, de cara a la galería, es perfecta. Siempre estamos juntos, hacemos todo juntos y si alguna vez alguien decide hacer sus propios planes, se echará en cara hasta la saciedad.
Tengo una hermana mayor, casada y con dos niños prácticamente recién nacidos. Yo con ella siempre me he llevado muy bien, a pesar de la gran diferencia de edad que nos separa (casi 11 años). Discutimos mucho, claro que sí, ¿qué hermanos no lo hacen? Pero ella siempre me ayudó con los deberes y ahora que las dos somos adultas, pues a veces nos reímos de las mismas cosas.
Mis padres me tuvieron siendo algo mayores para la época, a día de hoy es algo súper normal, pero hace casi 30 años, era cuanto menos, raro. Ya prácticamente habían criado a mi hermana, y como ella era muy «manejable», ellos le habían dado la forma que desearon: buena, estudiosa, responsable, seria, hogareña, callada, educada… Y claro, cuando llegué yo les desarmé por completo, porque desde niña sabía que no me gustaba que me controlaran y que quería tener la libertad de decidir por mí misma.

Grave error.

En mi infancia me dedicaba a subirme a los árboles, a mancharme la ropa, a hacer el bruto con mis amigos hasta que alguien terminaba haciéndose daño… vamos, que fui una niña normal. Pero eso no es lo que querían mis padres. Ellos querían que yo fuera como mi hermana.

Durante mi adolescencia fui la rebelde de la familia: no estudiaba, o más bien, estudiaba poco, quería salir con mis amigos y montaba un pollo cada día que mis padres no me dejaban. Cuando cumplí 18 años, mis amigos quedaron celebrándolo sin mí porque a las 10 tenía que estar en casa. Hasta entonces había salido en tan contadas ocasiones, que cuando lo hacía, iba un poco sin rumbo. No es que fuera irresponsable, porque sí que solía usar la cabeza, pero a veces ya hacía «travesuras» sólo a modo de silenciosa venganza.

Pero a los 17 años viví una experiencia que no le deseo a ninguna mujer. Yo no dije nada en casa porque sabía lo que ocurriría: me echarían la culpa a mí, en el mejor de los casos, o simplemente, no me creerían y pensarían que lo hacía para llamar la atención. Tampoco conté nada a mis amigos, primero por miedo y vergüenza, y segundo, ¿y si llegaba a oídos de mis padres? En esa época me volví más respondona y arisca, y ellos sólo hacían que llamarme «amargada». No fue hasta años después que por fin confié en una persona lo suficiente para contárselo y eso ayudó a que por fin lo superará, no del todo, porque la espinita siempre estará clavada, pero al menos ya no estaba sola. Mis padres todavía no lo saben.

En cuanto a mis amigos, perdí todos, y cuando digo todos es TODOS, porque como ya he dicho, mis padres no me dejaban salir ni tan siquiera un par de horas una tarde de viernes, todos ellos decidieron que estorbaba y prefirieron alejarse de mí. También mis amigas estaban un poco cansadas de que mi madre las llamase «putas» por abrazar a un chico o hablar con él… Y de que sospechosamente, cada vez que yo salía, había alguien vigilando (No hace muchos días mi padre me confesó que le había pedido el favor a un amigo suyo policía de que controlara la zona por la que yo andaba y de paso a mí, que para eso mi siempre atento padre, le había dado una foto mía).

A los 19 conocí a la que hoy es mi mejor amiga. Ella es la persona que mejor me conoce. La que sabe todo de mí. Sí, todo. La que nunca me juzga y que me apoya de verdad.

Sólo tengo dos personas a las que puedo considerar AMIGAS. Y es que, después de que me abandonara todos aquellos que pensé que eran mi amigos, me cuesta volver a confiar. Sólo tengo dos y no necesito más. No las cambio por nada del mundo. Pero una está fuera de España, viviendo con su chico. La otra, aunque la veo prácticamente todos los días, también tiene su vida. Es por eso que, aunque no estoy sola, a veces no puedo evitar sentirme así. Sobre todo cuando pasan cosas como la de hoy.

Yo empecé a comer porque era lo único que conseguía aplacar mi ansiedad y yo, que siempre fui de constitución fuerte, empecé a engordar. Mi madre era feliz, porque podía meterse conmigo e insultarme ante una evidencia más que clara. «Ballena», «Gorda», «Ternera»… son algunos de las perlas que me suelta. Mi padre hasta hace relativamente poco no le daba mucha importancia al tamaño de mi cuerpo, aunque alguna vez sí que decía alguna, según él, broma, que hacía sangrar los oídos.

Nunca he tenido mucha confianza en mí misma. En el colegio, desde muy pequeña, empecé a ser la «Cuatro ojos», luego la «Jirafa» y terminé siendo la «Gorda». Mido 1,68 cm y es ahora cuando más peso, y no he pesado nunca más de los 85. Por tanto, sí, estoy gorda, pero si he de ser realista y dejo de procurarme daño, tampoco es para tanto.

Hace algo más de un mes me puse en manos de un especialista, si es que se le puede llamar así. Pero ese tema, para otro día. La primera semana, como en toda dieta que se empieza, se pierden un par de kilos de golpe y bueno, en el tiempo que llevo, he adelgazado alrededor de los siete. No está mal, en mi opinión, porque llevo  muy poco tiempo.
Pero hoy me ha podido el agobio y cenando con mis padres les he dicho lo que me parecía de la «profesional» que me estaba tratando. Sin apenas escucharme empezaron a decirme que yo no era constante en nada, que a mí sólo me gustaban tonterías, que no escuchaba a nadie, que me cansaba de todo, que siempre hacía lo que me daba la gana, que siempre sería una ballena porque no hacía nada para evitarlo…

Me volví loca. Yo nunca me callo y mis opiniones e ideas a mis padres les traen por la calle de la amargura. Pero esta vez sólo pude murmurar algo como que «y dicen que la familia está para apoyarse». Me dolió cada frase como un cuchillo en pleno corazón, porque de nuevo me he dado cuenta, una vez más, de lo que poca gente sabe:

Mis padres nunca jamás han confiado en mí, nunca han creído en mí y nunca me apoyarán, aunque en principio parezca que sí, que ahí están. Pero, ¿sabes cuál es el colmo? Que yo, que los quiero con locura, soy incapaz de plantarme y hacer o decir algo que les haga daño.

Llevo toda la vida luchando para no ser como ellos.

Autor: Ali in Wonderland