No, no soy perfecta.  Y no, tampoco lo siento.

Durante toda mi vida he pedido perdón por no ser perfecta, a mí misma y a los demás. Perdón, perdón, perdón. Todo el rato. Pero hoy, de repente, me he dado cuenta de lo estúpido que es eso. ¿Pedir perdón por no ser perfecta, por tener defectos? Hay que estar locos. Y estamos locos, porque lo hacemos continuamente.

No lo siento porque yo no nací con un cartelito que pusiera «objetivo en la vida: ser perfecta». De hecho, no nací con ningún cartelito del estilo, así que jamás volveré a pedir perdón por no cumplir un objetivo que me ha sido impuesto y que no he decidido yo misma. No, ya no lo siento ni lo sentiré nunca más.

«Estás gorda, deberías adelgazar».

Lo sé y no, no lo siento.

«Deberías ponerte ropa que te ayude a disimular tu cuerpo.»

No, jamás. Y no lo siento.

«Gritas demasiado, las señoritas educadas no hacen eso.»

Lo sé y me da igual. Ah, y no lo siento.

«Deja de morderte las uñas, no es de señoritas.»

No, y tampoco lo siento.

Soy imperfecta y lo sé, soy consciente de ello porque me miro todos los días al espejo y no estoy ciega. Sé que tengo mil y un fallos, pero no te voy a pedir perdón por ninguno de ellos. Sé que estoy gorda, que tengo celulitis y que debería hacer más deporte; sé que me muerdo las uñas y eso «es feo»; sé que grito mucho y que cuando me enfado hasta el mismísimo Hitler daría un paso atrás. Lo sé. Pero de nuevo: no lo siento.

No lo siento porque soy esas imperfecciones que yo intentaba ocultar, esos fallos son los que verdaderamente me definen, los que me convierten en quien soy. Tal vez alguna de ellas no me guste del todo y tal vez quiera cambiarla, pero no ahora ni cuando otros me lo pida, sino cuando yo lo decida.

No nacemos con un cartelito de «perfecta» en la mano; nacemos con un cartelito en blanco. En blanco y preparado para escribir cuales son nuestros objetivos en la vida, objetivos que sin duda poco tienen que ver con la perfección a ojos ajenos, sino con la perfección a nuestros ojos.