Niña,
no los apagues,
¡nunca!
Déjalos emprender vuelo.
No estires más sus ondas,
ni dobles las esquinas
de las páginas de tus sueños.
Fluye por tus hojas,
sin prisa
sin el bloqueo del yugo
señor de este tiempo,
de filtros y quebranto,
vocero del miedo que dicta
qué, donde, quien, como y cuanto,
desde fuera y hacia dentro,
imponiendo la medida,
el color, el sabor y el peso
sin saber que no tiene cuantía
la sensación de un beso,
el correr de la tinta,
el rasgar de unas pestañas,
o el corazón que late,
resistiéndose a ser preso
de falsos gurús ni patrañas.
Que las lágrimas que no lloras
no encharquen la semilla
de la voz que te cuenta
tu verdad, tuya y sencilla:
a fuerza sofocarla
chiquilla cruel puede tornarse,
tirana víctima incapaz,
carreta vacía y ruidosa,
que olvidó que su canción
no era eso, era otra cosa.
Indica otra dirección
a quien de tí quiera mofarse,
sea lobo o rebaño,
que la puerta que le abras,
sea tan solo para largarse,
sin pena, gloria ni daño.
Deja que el viento te despeine y te meza,
amante gamberro, canalla y tierno,
sacramento del instante y de la pasión.
Entrégate, ríe…¡vive! Sin miedo,
pero con cabeza,
con tripas y corazón.
Desconfía
de quien se entrega al oficio
despilfarrando en fuegos,
fatuos juegos de artificio,
de acabar robando el brillo
de tus ojos, de tus sueños,
de quien tus logros y esfuerzos
muestra en rebajas, pequeños,
mientras por detrás se afana
y los mete en su cartera.
Ocúpate, vive, que no borre tu sonrisa
ninguna preocupación vana,
manipulación artera,
o parásita culpa alojada.
Que no te esclavice la prisa
que la alegría sea tu hermana,
que cuidarte sea un eterno
amarte y respetarte…
que no se cuele en tu cielo un infierno.
Niña,
no los planches
ni los sujetes…
Déjalos estar,
ser, de la brisa, juguetes,
de la norma, insumisos,
de tu corazón, caricia
y de tu cabeza, rizos.