Fue a medianos de los 90 (en pleno apogeo de la moda de delgadez extrema y de mi pre adolescencia) cuando me di cuenta de uno de los pequeños y estúpidos traumas que acarreé parte de mi vida.

Son esos pequeños detalles que dejas de hacer, sin saber exactamente por qué ni tampoco te paras a pensar. Simplemente no te sientes cómoda y dejas de hacerlo.

A la hora del patio, ese en el que ya te dejaban salir a la calle y ya no jugabas a la comba ni al fútbol, ya hacías corrillos y mirabas de reojo a ese chico de clase que apuntaba maneras. En esos corrillos, empecé a comer fruta para desayunar. Por fruta digo, una manzana.

No entraré en el enorme error que nutricionalmente aporta a un cuerpo en pleno cambio hormonal adolescente comer una sola manzana de la mañana al mediodía, porque es evidente. Lo que a mí me daba reparo realmente, era comer en público.

No, no en público. Delatante de mi grupo de amigos. En la calle. Donde los chicos mayores también me veían.

Años tardé en darme cuenta que lo máximo que ingería eran granizados y pipas cuando estaba con compañeros masculinos, y años más aún para dejar las tonterías atrás y comer lo que me diera la gana.

Este bochorno me pasaba también paseando una bandeja del McDonalds, horrorosa sensación, mirada de reojo a mis amigas y un “llévala tú, porfa”.

Ese bochorno también aparecía al enseñar un bocata de esos más grandes que te hacía tu madre para comer por ahí. Bien remetido al final de la mochila para que nadie lo juzgara.

Mis amigas nunca me dijeron nada, ningún compañero se metió conmigo, no me insultaron nunca por ser rellenita e ir comiendo un bizcocho por la calle. No, nadie me aplastó con sus burlas. De hecho, ellas se zampaban unos bocatas que eran de impresión mientras enseñaban sus perfectos traseros al sol en la playa. Siempre fui una más.

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Con los años, estas mierdas desaparecen de tu cabeza y empiezas a pensar en lo bonicos que quedarían aquellos fantasmas tuyos empalados en la plaza del pueblo. Aquello de madurar y valorar más lo que una tiene. Pero con los años también quise extraer este pensamiento. ¿De dónde venía mi fobia a comer por la calle?

Va, venga, si ya lo sabéis.

La televisión, las películas, las series.

La gente que tiene sobrepeso siempre sale comiendo. No, no comen zanahorias crudas… ni comen ligeros bocaditos que apenas arrojan sombra… no. Comen pasteles, pasteles a manos llenas. Bocadillos rellenos de aceite. Montones de comida grasienta.

Y no la ingieren normal tampoco. En esa época, tragaban a manos llenas, manchándose la barbilla y los dedos. Me pregunto por qué los guionistas de las series (recordáis en Friends, Mónica cuando era gorda y no paraba de zampar?), de las películas (Jurassic Park el informático asqueroso?) y miles de pequeños detalles que quedan en la psique de la gente.

Pero amigas, si sale alguien gordito, obeso, rellenito en una serie, ¿por qué un tanto por ciento demasiado alto sale comiendo comida basura? ¿Y hablando con la boca llena? ¿Y a dos manos? ¿Están obesidad y malos modales asociados de alguna manera?

Tengo sobrepeso, sí, pero como menos que la media y siempre he estado así. Ando, hago deporte, intento comer sano y como me dan lástima los animales, ingiero muy poca carne. Si os preguntáis cual es mi talla, es una 44.

No me extraña que luego digan “si dejas de zampar podrás estar bien, claro, pero como tienen voluntad” o “haced deporte, que sois unos vagos insalubres”… pero si es lo que nos ha entrado durante años a través de cientos de ideas pre concebidas en imágenes irreales hechas en plató de televisión.

Luego, y para terminar, me pregunto por qué.

¿Cuál es el motivo de crear estas monstruosidades? ¿Qué gracia tiene crear cliché tras cliché, serie a serie?

Arrojad luz, amigas, porque aunque he superado los traumas y ya llevo la bandeja del McDonalds como si fuera del Circ Du Soleil, no entiendo qué ganan las productoras televisivas con este tipo de montajes.

OGara